lunes, 18 de noviembre de 2013

¡Ya no vivan de rodillas!


 

Por Alejandro C. Manjarrez

Carmen Serdán estuvo muerta durante varias horas.

Tenía dieciséis años cuando conoció el inframundo y regresó a la vida. Ese día su madre la encontró tendida en la cama con el brazo izquierdo caído sobre el piso de duela. La vio plácida. Estaba excepcionalmente hermosa. Daba la impresión de haber entrado al sueño que por ser eterno se llama muerte. Su insólita y acentuada hermosura en el rostro proyectaba una luz especial. De repente, sin saber la causa, la señora Alatriste supo lo que había ocurrido; aspiró profundo para poder gritar las palabras que se agolparon en su mente:

— ¡Mi hija está viva!

La breve soflama de María del Carmen Alatriste devolvió la esperanza a los integrantes y amigos de la familia Serdán; reverberó en el interior de la casa como si fuesen ecos de los truenos que presagian tormenta. Todos corrieron hacia donde estaba la joven declarada muerta por un médico mediocre, diagnóstico que en instantes se transformó en el chisme que recorrió las calles de Puebla: “Se murió la señorita Carmen Serdán”, fue la noticia que llegó hasta los oídos de Luis Cabrera Lobato.

Luis echó a correr rumbo al domicilio de la familia Serdán. Iba desesperado. Su corazón parecía explotar. Imaginó la sonrisa de Carmen e incluso la escuchó decir las palabras que había articulado para responder a uno de sus requiebros: “Es usted muy exagerado Luis. Aprecio en lo que vale su amistad”. “Sólo es un chisme —dijo para sí—. Ella tiene que estar viva. Su madre no la dejaría morir”, pensó acogiéndose a la esperanza que suele acompañar al pensamiento mágico.

El viaje al inframundo

Carmen pudo percibir el movimiento y la preocupación de su agitado hogar. Quiso ponerse de pie pero la catalepsia le impidió moverse. No logró abrir los ojos. Estaba paralizada. Le asustó sentir que volaba entre los nubarrones de un mundo desconocido. En ese estado de semiinconsciencia ingresó a un túnel negro. Percibió pequeños brillos y sintió que chocaba con algunos objetos animados o ectoplasmas o luces o formas que se cruzaron en su camino. Algo o alguien parecían empeñados en conducirla hacia esa extraordinaria experiencia. Seguía sin controlar sus movimientos cuando descubrió la intensa luz que le mostraba la salida de aquella enorme y a la vez estrecha oquedad. Hizo el intento de avanzar hacia el resplandor pero una extraña y poderosa fuerza se lo impidió. Ya no pudo volar ni caminar ni moverse. Tuvo la sensación de que su cuerpo había sido aprisionado por la fuerza de muchas manos, unas jalándola hacia la oscuridad de la vida, y otras empujándola hacia el brillo de la muerte.

Carmen dejó de luchar. Decidió esperar a que esa fuerza sobrenatural tomara la decisión final, sentencia que ignoraba. Fue en aquel momento cuando cesó la tensión de esas manos que la habían asido transmitiéndole algunas visiones sobre su propio futuro. Se vio a sí misma vestida de blanco y subida en la nube desde la cual arengaba al pueblo: “¡Ya no vivan de rodillas!”, les gritaba frenética mientras blandía el rifle que llevaba en la diestra. Cesó su entusiasmo al notar que en su vestido aparecía un rosetón rojo. Asustada, tocándose el orificio del hombro por donde brotaba la sangre que produjo aquella creciente mancha, miró a su alrededor y entre los cadáveres pudo distinguir a sus hermanos Máximo y Aquiles, este último soportando el cuerpo inerte de un hombre llamado Francisco I. Madero.

La resurrección

Luis Cabrera entró a la casa buscando a la señora Alatriste cuya estatura y cabellera negra resaltaban de entre las decenas de amigos y familiares que la acompañaban.

—Doña María, ¿dónde está su hija? —preguntó con la angustia reflejada en la palidez de su rostro.

—En la recámara contigua. Ella duerme y estoy esperando que despierte.

—Pero es que…

—No es cierto, Luis. Cálmese. El médico se equivocó. Es un chambón. Ella sigue con vida. Venga vamos a verla. Antes de que usted llegara me pareció ver que movía su dedo meñique —confió la mujer con voz de confidencia.

Carmen Alatriste tomó de la mano al joven abogado para conducirlo a la habitación donde reposaba la hermosa jovencita. Antes de llegar a la cama, Cabrera soltó la mano de la señora desviándose hacia el mueble donde había visto un pequeño espejo que parecía estar esperándolo. Enseguida, sin dar explicaciones, lo colocó cerca de la nariz de Carmen, como lo había hecho el médico que la declaró muerta. Esperó hasta percatarse de la leve sombra reflejada en el vidrio azogado.

—Tiene usted razón señora, su hija está viva —dijo Luis a la madre de su amiga—: Debe ser un ataque de catalepsia* —concluyó sin poder ocultar su expresión de felicidad.

Como si lo hubiera escuchado, Carmen abrió los ojos; miró el rostro de su amigo y le dijo: —Aquiles, tuve una horrible pesadilla.

—Nosotros también —condescendió Cabrera impresionado por la mirada profunda de la joven—. El suyo fue un mal sueño que para nuestra felicidad ya terminó…

—Gracias Luis, pero lo que yo soñé apenas empieza y no acabará hasta que…

—Ya no diga nada —la interrumpió Cabrera para no escuchar lo que parecía un presagio fatal. Supuso que ambos, tal vez, algún día se encontrarían en uno de los espacios que el destino reserva al amor—. Descanse porque le espera un futuro glorioso —le dijo.

—Ojalá que esa gloria a que se refiere no sea tan sangrienta como la de mi pesadilla —insistió ella dándole a su cara la expresión de la pesadumbre que acompaña al mal agüero.

Luis Cabrera ya no quiso hablar. Intuyó que Carmen Serdán tenía un destino diferente al suyo. Lo lamentó. En ese instante su cerebro registró las escenas fugaces que la inteligencia de la heroína acababa de transformar en energía. “Quizá esté impresionado con las lecturas de Poe”, reflexionó para sí con la intención de desechar esa experiencia déjà vu.

El presentimiento

Años más tarde, ya muertos Aquiles y Máximo Serdán en la refriega de noviembre de 1910, Luis Cabrera recordó el sueño-pesadilla de Carmen Serdán. No había podido quitarse de la mente el impacto que lo marcó con el sello de los hermanos Serdán. Con esas imágenes rebotándole en la cabeza, Cabrera Lobato escribió a Francisco I. Madero:

Todos hemos sentido las consecuencias de la Revolución; pero nos hemos resignado a sufrirlas en la esperanza de que trajera consigo algunos bienes en medio de tantos males. Usted, señor Madero, tiene contraída una inmensa responsabilidad ante la Historia, no tanto por haber desencadenado las fuerzas sociales, cuanto porque al hacerlo, ha asumido Usted implícitamente la obligación de restablecer la paz, y el compromiso de que se realicen las aspiraciones que motivaron la guerra, para que el sacrificio de la Patria no resulte estéril…

En otros términos, y para hablar sin metáforas: Usted que ha provocado la Revolución, tiene el deber de apagarla; pero guay de Usted si asustado por la sangre derramada, o ablandado por los ruegos de parientes y amigos, o envuelto por la astuta dulzura del Príncipe de la Paz, o amenazado por el yanqui, deja infructuosos los sacrificios hechos. El país seguiría sufriendo de los mismos males, quedaría expuesto a crisis cada vez más agudas, y una vez en el camino de las revoluciones que Usted le ha enseñado, querría levantarse en armas para la conquista de cada una de las libertades que dejara pendientes de alcanzar…

No lo dijo Cabrera, pero en las entrelíneas de su carta sugirió que el destino de Madero podría ser el mismo que el de Aquiles y Máximo.

Como si fuese un manantial, la sangre que había soñado Carmen Serdán siguió manando de otros cuerpos hasta fecundar el territorio nacional: produjo muchos rosetones; hubo cientos de miles de ellos cuyos brillos bañaron de rojo el cielo mexicano.

Carmen y Luis —ambos enamorados de las ideas sociales— habían sido escogidos por el destino para no formar parte de la estadística necrológica de la Revolución. Gracias a ese designio los dos siguieron manifestando sus conceptos “subversivos”, en muchos casos valiéndose de sus propios seudónimos: Marcos Serrato ella; y Blas Urrea, él.


@replicaalex

* Alatriste, Sealtiel, artículo en el periódico Reforma. Año 2000.