miércoles, 6 de septiembre de 2017

Off the record

Manuel Bartlett como secretario de Gobernación
Por Alejandro C. Manjarrez

“Manuel Bartlett necesita aclarar a los poblanos el porqué la DEA lo involucra con el narcotráfico y el asesinato del Kiki Camarena”, escribí el 8 de diciembre de 1992 en el periódico Síntesis.

A la mañana siguiente se llevó a cabo la rueda de prensa en la cual el entonces gobernador electo rompió el silencio que él mismo se había impuesto para no meter ruido al gobierno que vivía su último suspiro, el de Mariano Piña Olaya.

Ese día Bartlett habló fuerte, seguro y enérgico.

Se le notaba convencido de lo que decía.

Su rostro tranquilo, tenso, seguro y sonriente enmarcó cada una de las respuestas y opiniones que articuló.

Sólo una pregunta le obligó a usar el gesto duro que tenía preparado para responderla. Dijo: “¡Claro que tengo la calidad moral para gobernar a los poblanos!”

El hecho ocurrió días antes de que tomara posesión del cargo que Carlos y Raúl Salinas le ofrecieron con la obvia intención de alejarlo del centro neurálgico del poder político nacional. Les estorbaba. Su cercanía parecía provocarles prurito, resquemores, desazón, inseguridad e inquietudes de carácter personal. Los hermanos sabían que el ex secretario de Gobernación conocía las entrañas del Estado, información aderezada con los datos confidenciales y las fichas sobre la vida secreta de los miembros del gabinete, incluidos los siempre reveladores chismes de alcoba. “Si Manuel sigue cerca de nosotros —deben haberse dicho—, nos causará graves problemas. Quiere ser presidente.”

Al concluir la rueda de prensa fui tras la entrevista exclusiva puyado por la frase que me soltó el político al pasar cerca de donde yo estaba sentado: “Afile la pluma para que escriba bien lo que voy a declarar”, me dijo casi en secreto mirándome a los ojos y blandiendo su dedo flamígero.

“Ya está afilada, licenciado”, le respondí en el mismo tono pero sin el movimiento del índice.
Entré a su oficina media hora después de estar esperándolo en la antesala. Lo acompañaban Jaime Aguilar Álvarez y Jesús Hernández Torres, dos de sus fieles colaboradores y amigos. Tres bromas y otro tanto de preguntas me abrieron el camino para cuestionarlo:

— ¿Por qué lo involucraron con el crimen de Camarena y el narcotráfico?

Otra vez su mirada penetrante y de nuevo su dedo flamígero.

—Mire usted. Lo que le voy a decir es off the record. Pero tome nota para que sepa las cuatrocientas razones de esa patraña…

Y empezó su relato:

—Cuando llegué a la Secretaría de Gobernación, encontré que en la Dirección Federal de Seguridad habían cuatrocientos agentes inmersos en la corrupción. Nombré como jefe a un general, y éste también fue corrompido. Analicé el problema y la única solución que encontré, fue desaparecerla. Pero para poder hacerlo sin sospechas ni protestas tuve que echar mano del jefe del archivo. ‘Hágase cargo de la liquidación de aquella oficina brutalmente corrompida’, le dije. Y lo instruí para que cesara a los agentes previa invitación a que reingresaran a la Secretaría mediando la solicitud que llenarían las secretarias. La única condición para su reingreso fue que aceptaran ser investigados y sometidos a exámenes psicológicos y médicos. Nadie, ninguno de ellos hizo la solicitud. Y así se acabó la Dirección Federal de Seguridad…”

Las caras de Jaime y Jesús mostraban la sorpresa que les provocó la confidencia de su jefe y paradigma.

Puede ser que lo supieran sí, pero como “secreto de Estado”.

Bartlett, que parecía disfrutar con la sorpresa reflejada en la cara de sus dos alfiles, decidió rematar su revelación con la siguiente frase: “A esos agentes corruptos, muchos de ellos socios de los narcos, debo la calumnia que se ha venido manejando desde hace varios años. Quisieron desprestigiarme, les pagaron para que lo hicieran.”

Al que no le guste el calor que no se meta a la cocina
Pasaron cuatro años y Raúl Salinas de Gortari cayó en la cárcel. Su hermano, el ex presidente, no pudo evitar este tropiezo.

El prestigio de la otrora poderosa familia estaba en el sótano de la política nacional.

Tres crímenes pesaban sobre Carlos y su “carnal”, sospechosos digamos que naturales.

La sociedad civil los señalaba como autores intelectuales de las muertes del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, Francisco Ruiz Massieu y Luis Donaldo Colosio Murrieta, nada más.

Bartlett pudo haber dicho algunos de los secretos que tenía recopilados. Pero prefirió callar porque, supongo, no era ése el momento para mostrar y razonar su indignación. Además tenía la esperanza de ocupar el cargo que le negó un Miguel de la Madrid asediado por el “carisma” personal de Emilio Gamboa Patrón, entonces su currutaco secretario particular y, de paso, cómplice político de Carlos Salinas.

Sabía que en política los “muertos” resucitan para hacer travesuras o “matar” a los vivos, a los que se pasan de listos.

“Al que no le guste el calor que no se meta a la cocina”, fue la frase que cual moño rojo envolvió aquella obligada conferencia de prensa.

Bartlett decidió permanecer cerca del fogón de la República, una etapa como miembro de dos de los poderes y otra como crítico del sistema político mexicano, el útero que procrea a hombres y mujeres como él, o como los hermanos Salinas de Gortari.

Para que la cuña apriete
Dos décadas después de aquella entrevista el hombre siguió siendo noticia. La causa de tal vigencia: su entusiasmo para enfrentar a los periodistas con respuestas inteligentes. Así lo vi en Xalapa donde lanzó a los cuatro vientos declaraciones relacionadas con el barullo mediático suscitado por las palabras de Miguel de la Madrid.

Ese día Carmen Aristegui transmitió por la radio las revelaciones que obtuvo de Miguel de la Madrid.

Escuchamos del ex presidente: “Permitió (Salinas) la gran corrupción por parte de su familia, sobre todo de su hermano… Conseguía contratos en el gobierno. Se comunicaba con los narcotraficantes… Me siento muy decepcionado, me equivoqué. Pero pues en aquel entonces no tenía yo elementos de juicio sobre la moralidad de los Salinas. Me di cuenta después que es conveniente que los presidentes estén mejor informados de la moralidad de sus colaboradores”.

Bartlett, por su parte, completó el golpe a los Salinas al aseverar: “Miguel de la Madrid es un hombre profesionalmente íntegro. No es capaz de decir mentiras. Es moralmente honesto… Estoy sorprendido por la claridad con que De la Madrid dice que la familia Salinas de Gortari es corrupta… Lo conozco (a Carlos Salinas), fue mi compañero de gabinete, pero más lo conozco ahora con las declaraciones de Miguel de la Madrid…”

Claro que Manuel Bartlett quería y podía decir más, mucho más. Pero se contuvo porque, como hombre fraguado en el sistema, aprendió a sobrevivir en medio de las tempestades y a soportar —e incluso disfrutar— el calor de la cocina que llegó a quemar a los Salinas y a sus cómplices políticos, el pisaverde entre ellos.
Se repitió el off the record, pero ahora sugerido con el tradicional: “se sabrá cuando escriba mis memorias…”
Si llegara a escribirlas podría ayudar a que el sistema político mexicano tenga la sacudida que necesita para quitarse de encima a los corruptos que tanto daño le han causado; a la rémora formada por ciertos personajes políticos que deben su éxito económico a la corrupción y al crimen.

Supongo que Bartlett saldría bien librado debido a que con sus dichos restañaría algunas de las desportilladas que sacó, precisamente por haber sido parte del poder político de México, de los gobiernos más corruptos y más violentos.


Manuel Buendía, Manuel J. Clouthier, Rafael Loret de Mola, Luis Donaldo Colosio, Juan Jesús Posadas Ocampo y Francisco Ruiz Massieu, son seis de los agravios contra la sociedad de dos sexenios, los digamos que dramáticamente célebres…

Bartlett Díaz tres décadas después

acmanjarrez@hotmail.com
@replicaalex

domingo, 3 de septiembre de 2017

La magia de la raza*


Por el camino derecho viene un gavilán volando:
“señores, no compren huevos que aquí los traigo colgando”

Por Alejandro C. Manjarrez
Corrí la invitación a los hombres del dinero para que me acompañaran a una gira cuyo tema era la productividad. Antes preparé el escenario donde se realizaría lo que entre mis colaboradores de confianza llamé la magia de la raza. Al mismo tiempo se diseñó la estrategia para cautivar a la media centena de invitados: transporte de lujo; las más hermosas, desinhibidas y capaces edecanes; ambrosía en cada mesa de los autobuses-salón-de-usos-múltiples; mujeres guías entrenadas para cautivar con sus explicaciones sobre la geografía y orografía del territorio que recorrimos; paradas estratégicas en algunas de las bellezas naturales con potencial turístico o agrícola; y la historia del maíz in situ, que fue el tema axial para hablar del legado de Puebla al mundo.
Durante poco más de cinco horas mis invitados viajaron y se sorprendieron al enterarse de cosas y hechos que desconocían. Como final de la gira preparé lo que fue la experiencia más alentadora para mí y una sorpresa para los dueños del dinero, en muchos casos acaparadores de los créditos que dotaron de triste fama a Puebla (“capitales de saliva”).
Ese día la comitiva estaba feliz por el trato, el ambiente y las novedades que disfrutaron como niños. El mayor asombro ocurrió cuando la tarde empezaba a pardear: llegamos a la enorme planicie para encontrarnos con una procesión religiosa que transitaba cargando el nicho de cristal que protegía al Santísimo rodeado de flores de matices diversos y llamativos. Fue un encuentro dizque casual. Yo lo sugerí y mi ayudantía lo organizó. En un momento cuidadosamente planeado y preparado se apagaron los motores de los tres autobuses que transportaban a cuarenta y cinco empresarios e industriales poblanos. Enseguida se hizo el silencio por respeto a la fe de los peregrinos que, obvio, habían sido convocados a propósito por mi amigo el Arzobispo. A eso atribuyo que arrugaban el corazón los rezos cantados por las mujeres casi beatas. Aquel sosiego espiritual fue compartido por los diez mil campesinos que esperaban nuestro arribo. Algunos de mis invitados siseaban preguntándose sobre lo que estaban viendo. Nuestras respuestas también fueron cuchicheadas. Nos alejamos de la procesión caminando y sin hablar hasta llegar al terraplén en cuya corona se construyó una especie de estrado. Cuando consideré que mi personal ya había acomodado al medio centenar de acompañantes y el cortejo religioso se encontraba lejos, discretamente di la orden para que empezara el espectáculo: se encendieron los motores de las dos centenas de tractores que con sigilo un día antes habíamos llevado, colocado y adornado con flores. Y empezaron a circular aquellos aparatos color verde y rojo, mismos que, uno a uno, cual desfile, pasaron frente al templete natural. Una vez que los vehículos retornaron al lugar de donde había partido, sus conductores recibieron la señal para, sincronizados, cortar la energía del motor. Se extinguió el ruido mecánico y en ese momento las diez mil almas formadas entre los surcos divididos por las enormes plantas de maíz, aplaudieron al tiempo que echaban porras y vivas al gobernador y su comitiva.
Fue impresionante ver a los miles de campesinos vestidos de blanco y agitando sus sombreros, algarabía que duró alrededor de cinco minutos. Cuando cesó el barullo humano empezaron a tocar las veinticinco bandas de pueblo estratégicamente diseminadas entre las milpas que separaban a la muchedumbre. Se logró así un efecto sonoro, coordinado y único por sus alcances acústicos. Las notas del Huapango de José Pablo Moncayo surcaron el espacio enclavado en una enorme hondonada con resonancia natural. Siguió Poeta y Campesino de Franz von Suppé con el mismo impacto sonoro. La emoción ya había invadido a los presentes. Poco menos de media hora duró el lapso musicalizado que finalizó con una de las marchas fúnebres producto del arte de los músicos del pueblo. Fue exitoso el contraste musical cuidadosamente diseñado para impactar a mis invitados. Logrado el objetivo, antes de mi participación, se volvió a escuchar el aplauso. Fue la apertura a mi discurso. Dije:
Amigos, hoy vengo acompañado con un grupo de importantes hombres de negocios. Ellos han trabajado para que nosotros tengamos al alcance los productos que fabrican, comercializan y venden. El refresco o la cerveza que ustedes toman, el vehículo que usan ya sea de motor o de dos ruedas, la ropa y el calzado que visten, los autos y camiones que los transportan, el tractor que suplió a las mulas y bueyes, la televisión y el radio que hacen su vida más placentera, la ventanilla donde cambian los dólares enviados por sus familiares que trabajan en el otro lado, los alimentos enlatados, en fin, todo lo que les rodea es producido o distribuido por estos caballeros. ¡Denles un aplauso, por favor!
Mis invitados estaban sorprendidos ya que nunca imaginaron que más de diez mil personas les aplaudirían y que al mismo tiempo festejarían su productividad comercial e industrial, a veces mañosa y manipulada para engañar a los bancos. Sonaron las dianas. Dejé que el pueblo celebrara durante largo tiempo hasta que fijé los ojos en el coordinador de giras para instruirlo con la mirada. El tipo operó como lo hacen los directores de orquesta y cesaron ovación, porras y dianas con la precisión del gran concierto que cada año nuevo presenta la Filarmónica de Viena. Esperé hasta que los emocionados hombres de empresa dejaran de aplaudir. Entonces cambié de actitud y con el micrófono en mano caminé al frente de la comitiva alejándome de ellos para acercarme a los campesinos.
Señores y señoras empresarios: sean ustedes bien venidos al espacio donde empieza la vida y nacen las oportunidades —dije mirándolos de frente y dando la espalda a mí pueblo—. Les he invitado para que en esta sinergia conozcan a quienes les debemos la felicidad de nuestras familias ya que, gracias a ellos, hombres y mujeres que trabajan de sol a sol, ustedes y sus hijos tienen en la mesa de su hogar los sagrados alimentos. Y lo más significativo: la modesta o importante productividad de mis hermanos campesinos, es la que da vida y éxito a sus negocios. Gran parte del dinero que ellos ganan con el sudor de su frente, lo usan para comprar lo que ustedes producen o comercializan. Qué decir de nuestros hermanos que viven y trabajan en Estados Unidos: simplemente que fortalecieron la economía del país debido a los dólares que envían y que forman la importante fuente de divisas etiquetada pomposamente como remesas extranjeras. Este es, sin duda ni regateo, uno de los actos heroicos de nuestros migrantes mexicanos debido a que la mayoría de ellos sufre la ausencia de sus padres, hermanos, hijos y esposa.
Ustedes, ellos y el que les habla somos del mismo barro sin importar nuestra condición social o nivel económico, puesto que ni una ni lo otro nos servirán en la dimensión donde habremos de llegar, ya sea como recuerdo o bien como quimera religiosa. Unos menos importantes que otros pero, al fin, todos tan efímeros como el día que concluye con la puesta de sol o la noche que termina cuando abandona las sombras y las estrellas para dejar que ingrese la luz. La única diferencia podría ser que ellos, los campesinos, representan la cultura milenaria que se manifiesta en el maíz, la planta que hace diez mil años empezó a crecer y desarrollarse hasta que se transformó en lo que hoy son estas hermosas milpas, cuyo mejor fruto es la esencia del mexicano, su alma, sus tradiciones, sus dioses, el sincretismo religioso, la nación.

Los empresarios se miraban entre sí como queriéndose preguntar y saber las respuestas sobre lo que veían y escuchaban. A los sonrientes se les quitó su expresión acostumbrada. Y a los serios se les agravó el gesto que parecía amarrado a su entrecejo. Ocurrió después de escuchar mi perorata:
Véanlos bien y grábense en su memoria que ellos descienden de las generaciones de indígenas que estudiaron la genética del maíz para, mediante la historia oral, trasmitirse los conocimientos y avances científicos que mejoraron y desarrollaron la única planta dependiente de la mano del hombre ya que éste la cuida y reproduce porque necesita de ella para vivir y crecer. Son diez mil años de cultura los que ustedes están viendo, uno por cada campesino aquí presente.
El maíz, como bien lo saben, es el único cultivo capaz de adaptarse a las condiciones climáticas y de suelo consideradas como difíciles, siempre y cuando, insisto para que no se olvide, cuente con el apoyo y cuidado del hombre. Es un negocio en el que han participado generaciones de familias que heredaron —y siguen transmitiéndola— la cultura de respeto al medio ambiente y su gratitud a las bondades de la naturaleza.
He puesto el ejemplo del maíz por ser el alimento que vincula a los pobres con los ricos, o al revés. Analícenlo y entenderán que la vida de los campesinos está forjada por la tierra, el aire y el sol, igual que muchos de ustedes cuyos negocios también tienen la esencia y la tradición familiar, la mayoría portadores de la mezcla racial que se formó al calor del comal donde las manos de la mujer indígena redondearon nuestra existencia…
Concluí el discurso de manera tradicional seguro de que había convencido a mis invitados —líderes unos y los otros guías de grupos y asociaciones empresariales— para que decidieran solidarizarse con los proyectos de mi gobierno, todos diseñados con la intención de promover la justicia social, postulado éste que pregonan los gobernantes de izquierda, centro o derecha. Pero fracasé por una simple razón: el olor a dinero, tufo que trastoca el sentido común. Lo peor es que ese llamémosle mal de la modernidad, me contagió aislándome del pueblo, efecto que produjo el arrepentimiento que convoca a cierto tipo de sacrificio, las dos consecuencias que he querido dejar plasmadas en esta mi autobiografía. Por una parte valiéndome de la confesión novelada. Y por otro lado manifestándoles las denuncias con relatos también novelados.


*Capítulo de mi novela El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante