martes, 24 de mayo de 2016

Puebla y la Buap, sus orígenes*



Por Alejandro C. Manjarrez
Si hablaran los muros de la Universidad Autónoma de Puebla, sin duda escucharíamos las conversaciones de los jesuitas que la fundaron; nos revelarían el sufrimiento y las satisfacciones que se manifestaron conforme las piedras fueron convirtiéndose en las columnas del recinto poblano donde nacieron el conocimiento y la cultura. Empero, en lugar de esas palabras y susurros que bien podemos imaginar, sólo escuchamos las voces de la historia, conceptos e ideas manifiestas en los libros que —parafraseo a sor Juana Inés de la Cruz— nos platican e inducen a hablar aunque nos quejemos sordos y mudos.
Son esas voces las que desacatan al pensamiento mágico de quienes suponen que tales antecedentes forman parte de las aportaciones de alguna divinidad. Pero, que conste, no se trata de un milagro sino del trabajo, la constancia y dedicación de investigadores que han dado sustento histórico a la razón documentada.
Lo curioso es que en ocasiones, lo que pareciera algo fantástico, corresponde a una venturosa coincidencia que se apuntala con la ciencia e investigación basadas en el estudio de las distintas culturas. De ahí que por estar hecho de la misma materia de los ancestros apegados al pensamiento mágico vigente en la época que les tocó vivir, en este libro, a manera de contraste, combine y mezcle la espiritualidad con el raciocinio científico. Mi intención es establecer que el desarrollo de la Universidad Autónoma de Puebla tiene como eje las tradiciones y la historia. circunstancias que deben haber ponderado sus rectores.
Debido a ello trascendieron las demandas de la sociedad ávida de conocimiento; se replicaron para mejorar y actualizar las condiciones culturales e intelectuales que acompañan a la inteligencia; y se robusteció el prestigio académico de la Universidad.
El opio del pueblo
Confieso al lector que me sedujo la idea de incluir el nueve en la historia de esa máxima casa de estudios. Esto porque —según lo dicta la ciencia— el número es, además del más alto del sistema decimal (océano y horizonte, argumentaron los pitagóricos), el simbolismo de madurez, humanidad y generosidad, dígito que, al multiplicarlo, siempre se reproduce a sí mismo (ésta última característica representaba la verdad para los hebreos). Agrego el hecho de que el número forme parte de la obra de Dante Alighiere, quien lo usó inspirado en la edad que tenía Beatriz cuando la conoció, musa que, dicen, lo indujo a pensar en que el tres (factor del nueve) conforma la figura espiritual agrupada en el Padre, Hijo y Espíritu Santo, la “Santísima Trinidad” ni más ni menos.
Magia, causalidad, cultura o modernización aparte, los apuntes que referiré perfilan cómo fue que el pensamiento mágico chocó con la doctrina comunista cuya aparición alteró lo que durante tres siglos había sido el eje rector de la educación, influencia que mermó un poco cuando, junto con la gratuidad, se manifestaron la democracia política, el socialismo y la crítica digamos que razonada. No obstante y a pesar del cambio que traen consigo los movimientos impulsados por la ciencia y la cultura (incluida la aparición de otras manifestaciones religiosas), en la mayoría de la sociedad ha permanecido —diría Marx— la presencia del “opio del pueblo”.
(Esa “droga” sería inocua siempre y cuando sus efectos no incentivaran el fanatismo de los intolerantes, sea cual fuere su fobia o su filia. O de excelsitud si pensamos en sor Juana Inés de la Cruz, la mujer cuya espiritualidad, cultura, creencia religiosa y magia llegaron a convertirla en precursora del cambio literario de México —digo magia por el nueve que es la suma de los números de la fecha de su nacimiento: 12 de noviembre de 1651).
Gracias pues a ese “opio” apareció en la escena poblana la semilla del progreso social y científico; ocurrió cuando…
Los jesuitas “impusieron su dominio y la confesión exacerbada; es decir, la necesidad de someter la política al credo religioso para que éste invadiera los ámbitos del Estado e inspirara los actos de la vida pública de la comunidad. Era la vía rápida para alcanzar ‘la mayor gloria de Dios en la tierra’ —como lo quería San Agustín (354-430) — o, según Santo Tomás (1225-1274), el fast track para convertirse en el instrumento de ‘la educación del hombre para una vida virtuosa y, en último término, la preparación que une a Dios’.
Con ese ánimo llegó al Nuevo Mundo el Ejército de Dios para fundar las universidades que con el tiempo abandonarían las verdades absolutas. Es el caso del Colegio de la Compañía de Jesús de San Jerónimo (hoy buap): nació el 9 de mayo de 1578.[1]
Pero para que la Buap pudiera consolidarse como una institución de primer nivel, antes tuvo que cruzar entre las luces y las sombras que en siglo xx precedieron al primer impulso denominado “Proyecto Fénix”. Correspondió al gobierno de Manuel Bartlett Díaz diseñar y encabezar este movimiento educativo. En José Marún Doger Corte recayó la responsabilidad de articularlo para, después de siete años en la rectoría, dejárselo a su sucesor Enrique Doger Guerrero cuya gestión duró ocho años. Enrique Agüera Ibáñez (nueve años de gestión) fue el rector que tuvo el privilegio de dar un nuevo impulso institucional a la buap ubicándola así en el grupo de las universidades ubicadas en el primer plano del escenario académico nacional.
De la utopía a la realidad


Como el principio es la mitad de todo (Pitágoras dixit), quiero recordar con el lector cómo inició la historia poblana, espacio donde los hombres fueron vistos como ángeles o diablos, según les trató aquella feria ajena, la primera mascarada nacional pródiga en vanidades, injusticias, esperanza, supersticiones, felonías, ingratitudes e intrigas.
Puebla fue pues el espacio que permitió a la inteligencia social mezclarse con la espiritualidad, las ambiciones y la inspiración. A Vasco de Quiroga le correspondió el privilegio de ser precursor social, y con esa condición fortuita, transmitir a sus congéneres la idea de impulsar la creación de una sociedad que buscara la perfección. Baso mi aserto en el hecho de que el fraile (miembro de la Segunda Audiencia) vivió influido por la Utopía, quimera escrita hace 500 años por Tomás Moro, obra basada en la existencia de una ciudad perfecta, precisamente.
 “Tata” Vasco resultó ser un soñador empedernido y por ende el precursor del sueño social y urbano. Su actitud le ganó la definición de primer socialista de América. No yerro si aseguro que gracias a ese talante Quiroga influyó en sus compañeros en la Audiencia, ya que los seis y fray Toribio de Benavente (Motolinia) estuvieron de acuerdo en adoptar el ideal basado en la Utopía. Lo hicieron al concebir la que habría de ser la nueva Ciudad de los Ángeles.
“¿Pero dónde construir semejante empresa?”, pudieron haberse preguntado tanto Vasco de Quiroga como Sebastián Ramírez Fuenleal, Juan de Salmerón, Alonso Maldonado, Francisco de Ceinos, Julián de Garcés e incluso Motolinía. Es obvio que discutieron y que influidos por un Garcés interesado en sacar a los españoles que habían hecho de Tlaxcala la sede de sus tropelías, al final del día acordaron que Cuetlaxcoapan (lugar donde las víboras cambian de piel) fuera el valle perfecto para cumplir la misión. Esto porque sus tierras estaban bañadas con el agua de ríos, manantiales y embalses alimentados por los escurrimientos provenientes de los cuatro gigantes nevados (Citlaltépetl, Malinche, Iztaccíhuatl y Popocatépetl). Lo demás fue como un regalo de Dios. Me refiero a la mano de obra indígena, la abundancia de materiales para edificar las casas, además del clima y la tierra cuya generosidad permitió la proliferación de los huertos sembrados y cultivados en los solares posteriores en las propiedades urbanas conectadas por esas siembras domésticas.
El gran proyecto parecía garantizado. Sólo tenían que encontrar al coordinador de la importante empresa, búsqueda que concluyó cuando, en un exceso de confianza o ingenuidad, aquellos frailes decidieron que Hernando de Elgueta fuera el responsable de los trabajos de levantamiento y construcción.
Confiado por el espaldarazo que le brindaron los representantes de Dios en el nuevo mundo, Elgueta no tardó en mostrar su verdadero rostro propiciando que Juan de Salmerón lo definiera como un hombre “apasionado de la codicia”. A Hernando no le importó lo que se decía de él, y confiando en su capacidad, emprendió la tarea de coordinar a los dieciséis mil indígenas que más tarde la leyenda convertiría en ángeles, o sea los querubines de carne y hueso que a cordel trazaron calles y levantaron las casas donde en principio habrían de morar los 33 españoles reclamantes del botín que —apunta la historia— en justicia les correspondía por haber sido parte de la Conquista (según relata Antonio Carrión en su Historia de Puebla[2], uno de esos fundadores fue la viuda de un soldado de apellido Pacheco).
La personalidad del terrible Elgueta aunada al estilo de los controvertidos fundadores, trastrocó el sueño utópico escrito en 1516 y puesto en práctica hasta 1532.
Hernando se había ganado a pulso la definición de principal comerciante de indígenas y rapaz promotor de la Encomienda, mientras que los segundos fueron vistos por los peninsulares como si fuesen la escoria de la soldadesca que desembarcó en el Nuevo Mundo. De ahí que aquel sueño no durara mucho y que la perfección sólo se manifestara en la traza de la ciudad, la cual —precisa Julia Hirschblerg en su libro La fundación de Puebla de los Ángeles— se fundó el 16 de abril de 1531. Lo malo fue que Puebla se convirtiera en la sede del primer apartheid de América y que sus moradores obligaran a los indígenas obreros a dejar la ciudad antes de meterse el sol: en el ocaso tenían que abandonar la traza urbana para dirigirse a los barrios creados ex profeso, zonas donde ellos y sus familias pernoctaban obligados por los españoles dueños de esclavos chinos o negros y desde luego amos y señores del nuevo asentamiento.
La educación y los jesuitas
Habían pasado poco menos de tres siglos de lo que es el primer antecedente universitario cuando, en 1257, Roberto de Sorbonne fundó un pequeño colegio con siete sacerdotes. Se enseñó teología a jóvenes de escasos recursos económicos. En honor a su fundador se le conoció como La Sorbona, institución que llegó a convertirse en símbolo de la universidad francesa y origen de universidades como la de Bolonia, Padua y París. Por ello, como ya lo escribí, la humanidad debe a la Iglesia Católica el haber encontrado cómo sacar al hombre de las tinieblas producto de la ignorancia y el fanatismo religioso. Algo extraño y paradójico si considerásemos que en esos años la enseñanza tenía que ceñirse a la norma impuesta por los teólogos, disciplina sacudida por la Reforma Protestante[3] que disputó a la religión católica, o sea al Papa, la supremacía de lo que entonces era considerado como conocimiento universal.
Conforme crecía la gran ciudad que fue sede del ingenio constructor de los indígenas dirigidos por hábiles arquitectos y alarifes españoles, Ignacio de Loyola organizaba su Ejército de Dios (1534). La misión del grupo comandado por Loyola era extender su territorio espiritual para conquistar almas y difundir el credo católico, de acuerdo con lo establecido en 1550 por el Papa Julio iii: “Militar para Dios bajo la bandera de la cruz y servir sólo al Señor y a la Iglesia, su Esposa, bajo el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra”.
(Las historiadoras María y Laura Lara, autoras del libro Ignacio y la Compañía. Del castillo a la misiónEd. Edaf, 2015— establecen que antes de tomar los hábitos, Íñigo de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, tuvo su época de conquistador de mujeres gracias a su personalidad, simpatía y abundante melena. En esas andaba cuando un bala de cañón lo dejó herido de muerte. Ocurrió en la defensa de Pamplona. La larga convalecencia lo acercó al ejemplo de los santos, lecturas que lo impactaron motivándolo a dejar la vida civil y las armas para dedicarse al ejercicio sacerdotal. Abandonó la espada y legó sus bienes a su hija María de Loyola).


Con ese ánimo y directriz, los jesuitas llegaron a México en 1572. Después de establecerse en la capital de la Nueva España donde fundaron el Colegio Real y Más Antiguo de San Idelfonso, en 1578 se trasladaron a Puebla para, como quedó asentado, el 9 de mayo de ese año establecer lo que fue la segunda universidad del país, institución que recibió el título de Colegio de la Compañía de Jesús de San Jerónimo.
El ejército de Loyola impuso su dominio y, en consecuencia, la confesión exacerbada basada en la necesidad de someter la política al credo religioso para que éste invadiera los ámbitos del Estado e inspirara los actos de la vida pública de la comunidad. Insisto: fue la vía rápida para alcanzar “la mayor gloria de Dios en la tierra” convirtiéndose así en el instrumento de “la educación del hombre para una vida virtuosa y, en última instancia, una preparación para unirse a Dios”.
Pero hombres al fin, los miembros del Ejército de Dios provocaron al poder del Rey. Nada más le escamotearon la recaudación de los diezmos, acción que propició la tormenta cuya conclusión fue su despido de los territorios dominados por España. Antes de esos días aciagos y en acatamiento a los acuerdos del Concilio de Trento, Juan de Palafox y Mendoza les había exigido contar con una licencia para ejercer sus labores pastorales. Empero, rebeldes al fin, apoyándose en el sentir de sus hermanos, la autoridad jesuita alegó privilegios negándose a obedecer. Además, en un alarde de poder, declaró vacante la sede del episcopado poblano. Molesto y ofendido, Palafox respondió ipso facto excomulgándolos, anatema que los jesuitas contestaron a bote pronto con otra excomunión para quien fue promotor de la cultura en Puebla (la Biblioteca Palafoxiana, es parte de su legado). Los dimes y diretes obligaron al ejecutor de las órdenes del monarca, o sea Palafox, a dejar constancia escrita a través de una misiva dirigida a don Andrés de Rada, entonces Provincial de la Compañía de Jesús en la Nueva España. En dicho escrito el obispo responde a los supuestos agravios que le habían endilgado. He aquí algunas de las líneas escritas por Palafox:
No es poder, Padre Provincial, al que no le contiene la razón; no es poder el que rompiendo los términos del derecho, asalta a las leyes, impugna a los cánones sagrados, combate los apostólicos decretos. ¡Ay del poder que no se contiene en lo razonable y justo! ¡Ay del poder que desprecia las cabezas de la Iglesia! ¡Ay del poder que a fuerza del poder y no de jurisdicción, quiere también ejercitarlo dentro de los sacramentos! ¡Ay del poder que no basta el poder del Rey ni el Pontífice para humillar este poder! Este que parece ser poder (…) es ruina de sí mismo, porque cuando parece que todo lo pisa y atropella, es pisado y atropellado de su misma miseria y poder…[4] 
Las ambiciones y los conflictos ocasionaron los tropiezos que frenaron el desarrollo de la educación superior en América. Uno de ellos fue la mencionada expulsión (1767) que perjudicó al sistema educativo poblano, daño más o menos resarcido cuando el obispo Francisco Fabián y Fuero tuvo el acierto de unificar todos los colegios para, en 1790, crear el Real Colegio Carolino. Así se conservó hasta que el 2 de octubre de 1820, cuando la conducción del Real Colegio Carolino regresó a los jesuitas. Rescatado el control le cambiaron nombre llamándolo Real Colegio del Espíritu Santo de San Gerónimo y San Ignacio de la Compañía de Jesús. El largo membrete contrastó con lo efímero de la presencia y mando jesuítico, pues el 22 de diciembre del mismo año el Ejército de Dios volvió a ser expulsado. Fue hasta el imperio de Iturbide que la orden reapareció y, en un acto de complacencia con el emperador, rebautizaron a la institución nombrándola Imperial Colegio de San Ignacio, San Gerónimo y Espíritu Santo.
Esos y otros pleitos, jaloneos y sacudidas ocasionadas, principalmente, por la imposición de las verdades absolutas, favorecieron la aparición del ánimo cultural y los deseos de superación que —entre otros destacados estudiantes— mostraron Francisco Javier Alegre, Francisco Javier Clavijero y Carlos Sigüenza y Góngora, tres de los egresados que dieron lustre a la institución…
*Del libro en preparación: Puebla, el legado
@replicaalex



[1] C. Manjarrez Alejandro. Puebla, el rostro olvidado. Ed. BUAP, 1999
[2] Carrión, Antonio, La Historia de la Ciudad de Puebla de los Ángeles. Ed. Vda. de Dávalos, Puebla, 1896
[3] Lutero encendió la mecha de la insurrección en el seno de la Iglesia Católica. Criticó la nueva exacción impuesta por el Papa León x (1513-1521) a través de la venta de indulgencias plenarias destinadas a remitir la penas eternas por lo pecados mortales de los fieles. O sea la negociación de indulgencias para, a cambio de dinero, perdonar la penas de los pecadores y solucionar las dificultades de las almas del purgatorio. Como repudio a la simonía que practicaban sus pares, Lutero puso en la puerta de la iglesia de Wittenberg, Sajonia, sus famosas noventa y cinco tesis contra las aberraciones del Papa. E inició así el formidable movimiento religioso y político que, al desconocer la autoridad dogmática, magisterial y temporal del Vicario de Cristo, rompió la unidad doctrinal del cristianismo de Occidente. A partir de este rompimiento empezó lo que podríamos definir como la gran explosión, el big bang de las religiones llamadas protestantes.
[4] García, Genaro. Documentos inéditos o muy raros para la Historia de México.  Ed. Vda. de Ch. Bouret, México, 1906