miércoles, 17 de octubre de 2018

La mujer, el todo



No hay bonita sin pero,
ni fea sin gracia.



Por Alejandro C. Manjarrez

Es domingo
Imagínese Usted en el siglo xvii parado en una calle arbolada acompañado por el murmullo de un arroyo limpio y caudaloso.
De repente aparece una mujer en la plenitud de su vida. Tal vez dieciocho años, o quizá veinte.
Camina grácil desparramando su belleza.
Ella se dirige al templo.
Los hombres la ven; su libido despierta porque perciben las feromonas de la mozuela.
Al observar la cadencia femenina, en lo primero que piensan ésos, llamémosles caballeros, unos jóvenes y otros maduros, es en el sexo o en el amor si por alguna razón se sienten atraídos por la belleza física y la energía, sensibilidad y misterio, características que unidas hacen seductoras a las mujeres.
Lo que usted está viendo también lo ve el sacerdote del pueblo, el hombre que por motu proprio decidió vivir ajeno al amor físico y entregado a la misión pastoral de llevar por buen camino a las ovejas del Señor.
Como el tipo no es un eunuco, siente lo mismo que los otros hombres que miran con arrobo a la fémina cuyas pisadas mueven el follaje de los árboles y hacen cantar a los pájaros.
No sabe por qué (entonces ignoraban la existencia de las feromonas), pero en su organismo se produce un llamado, el del deseo sexual.
En ese momento el clérigo se siente pecador y supone que debe administrarse algún flagelo, como darle vueltas al torniquete del cilicio que trae sujeto en la pierna, precisamente para producir el dolor que aleja los malos pensamientos (las palanganas de agua fría dejaron de dar resultado).
Llega usted a la iglesia con esas imágenes en la mente, emocionado si es hombre, y gratamente sorprendida si es mujer.
La liturgia lo hace meditar sobre la grandeza del espíritu.
El hechizo es abruptamente interrumpido cuando el sacerdote se trepa al púlpito y empieza a criticar a las mujeres “que andan por ahí provocando a los hombres, mostrándose como emisarias de Luzbel…”
Entre los feligreses está la dama que podría ser la segunda feminista de la Colonia (la primera fue sor Juana Inés de la Cruz): se indigna por lo que dice el hombre de sotana; muestra en su rostro el coraje; quiere protestar gritándole sus errores pero, impulsada por una rebeldía natural, prefiere quitarse la ropa hasta dejar ver lo que para la mayoría de los curas de la época era “lo más abominable: el triángulo negro del sexo”.[1]
Barcia (así se llamaba el sacerdote del cuento que estás leyendo, relato que es verdad en esta parte) cae al suelo impactado por la visión: arroja espuma por la boca, se retuerce de dolor espiritual y por fin se manifiesta lo que había mantenido oculto: su locura.
Le llega la noticia al obispo Francisco Aguiar y Seixas (el personaje también es real). Éste se avergüenza por lo que oye. Toma el rosario que cuelga de su cuello y palpándolo dice lo que muchos de sus seguidores sabían que iba a decir:
“Agradezco a Dios el haberme hecho corto de vista.”
Aguiar reza y se retira para, a solas, rogar por el alma de Barcia cuya vista “fue ensuciada por la imagen del pecado”.  Y le da una vuelta al torniquete de su propio cilicio.

Es lunes
Juana de Asbaje, sor Juana Inés de la Cruz, medita sobre la propuesta de su confesor, el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz. “A partir de hoy para ti, para tus escritos, seré sor Filotea de la Cruz —le dice Manuel a Juana—. Escríbeme y con tu prosa siempre bella e inteligente critica el sermón del padre Vieyra. Necesito conocer lo que tu mente brillante piensa de los conceptos de su Señoría”.
Sor Juana intuye una trampa, pero también ve la oportunidad de escribir lo que por el hábito, la época, la ignorancia y la misoginia le estaba vedado.
Y así sin más ni más, con la facilidad que se le daba, igual que las rosas que surgen de su planta madre, redacta la famosa Carta Atenagórica, en la cual con un “lenguaje esópico”, para otros perverso y brillante, critica a quien era paradigma de Aguiar y Seixas.
De esta forma una pobre mujer “es el instrumento de Dios para castigar a un soberbio.”
Escribió Octavio Paz[2], que sor Juana “no se avergonzó nunca de ser mujer y su obra es una exaltación del espíritu femenino. Aguiar y Seixas inspiraba temor pero ella no se doblegó. Al contrario: escribir una crítica del sermón de Vieyra, el teólogo venerado por Aguiar y Seixas, equivalía a darle una lección al arrogante prelado”.

Es martes
Aurore Dupin Dudevant, francesa de origen, una mujer que nunca supo de la existencia de Catalina de Erauso, la famosa “Monja Alférez”, la popular virago de la época colonial.
Aurore hizo casi lo mismo que Catalina.
Primero decidió que tenía que escribir para desarrollar su vocación.
Después viajó a París con varios de sus escritos en la bolsa y visitó a uno de los editores más famosos: le presentó su trabajo con el argumento de que las mujeres no tenían por qué leer historias escritas por hombres de mediana categoría.
El tipo la vio con ternura antes de soltarle la siguiente frase:
“Debería hacer bebés, señora, no literatura.”
Aquel menosprecio (uno más en su vida de mujer) puyó el ánimo de la Dupin incentivándola a reinventarse y jugar con el machismo imperante.
En una especie de desprendimiento intelectual creó su propio personaje. Lo llamó George Sand y se adaptó al protagonista de su literatura. No le costó trabajo porque su vestimenta tendía al modelo masculino. Decidió romper las barreras del sexo, convivir con los hombres y hacer lo mismo que ellos: beber, fumar… y enamorar a los famosos de la época (Musset, Liszt, Chopin).
Ya en plena madurez confesó a sus amigos que no le gustaba ni tenía el menor deseo de ser hombre. Dijo que tuvo que disfrazarse porque en aquella época, para obtener dinero, a las mujeres no les quedaba mas que casarse o ser prostitutas de postín, o de uso común.
George Sand triunfó.
Igual  que Aurore Dupin.
El efecto camaleón le dio resultado y la historia literaria la recibió con los brazos abiertos.

Es miércoles
Habían dado por muerta a Carmen Serdán Alatriste.
Sólo tenía dieciséis años.
Era bella, alegre, mentalmente ágil y muy simpática.
Apesadumbrado por la noticia, llegó a verla Luis Cabrera Lobato, uno de sus enamorados.
Iba dispuesto a dar el pésame a su madre.
No está muerta, Luis, le dijo la doña, la he visto mover un dedo.
Cabrera miró el rostro de porcelana de Carmen. Quería besarla en la mejilla pero no lo hizo pensando en el qué dirían los habitantes de la conventual Puebla.
Se acercó a ella y pudo percibir el perfume de su aliento. Después colocó un espejo cerca de su nariz para comprobar que la “muerta” todavía respiraba.
En efecto está viva, le dijo a su madre. Parece que se trata de un ataque de catalepsia, atinó el abogado.
Carmen Serdán tenía que vivir. El destino le había preparado un lugar en la historia. Y lo encontró el 18 de noviembre de 1910, un día luminoso y a la vez fatal.
Miguel Cabrera y sus genízaros llegaron a la casa de la familia Serdán, ahí en la calle de Santa Clara, en pleno centro de la levítica ciudad.
Se abrió el portón y del patio interior salió la bala que pegó justo en el pecho del jefe policiaco.
Cabrera murió al instante.
Empezó la refriega y Máximo fue herido de muerte.
Carmen se manchó el vestido con la sangre de su hermano: midió sus fuerzas y consciente de que apenas iniciaba la Revolución, le gritó a Aquiles:
“¡Sálvate! ¡Escóndete!”
Quería que él viviera para continuar luchando por sus ideales y emancipar a las clases oprimidas.
Para ello tenían que acabar con la dictadura porfirista.
Eran unos cuantos los mexicanos pensantes que exigían que la vida fuera más justa, más equitativa, más digna, sin corrupción,
La heroína subió a la azotea de la casa y desde ahí arengó a los poblanos.
Les gritó que ya no vivieran de rodillas.
Sus manos estaban humedecidas por la sangre de Máximo, uno de los colores de la bandera de México.
Las balas zumbaban a su alrededor.
Alguna de ellas la hirió en el hombro obligándola a cejar en su intento de lograr que los poblanos despertaran de su marasmo mental.
Ese día Carmen Serdán acabó en la cárcel. Ya había iniciado el camino que la llevaría a su destino: la historia.

Es jueves
Mientras que en Europa se revolvía la sangre noble al casarse reyes con princesas o príncipes con reinas para mediante esos contratos sacar de la bancarrota a las monarquías y formar las alianzas con la intención de conquistar otros territorios, en América los españoles se mezclaban con las indígenas.
No había intereses de “derecho de sangre” ni la necesidad de crear coaliciones de Estado.
Por parte de los españoles el deseo sin amor les indujo a suponer que las mujeres mexicanas eran objetos sexuales sin respuestas ni consecuencias; un premio que Dios daba a sus promotores de la fe y de la conversión.
Pero se equivocaron.
Aquellas pequeñas naturales tenían el corazón más grande que el de sus violadores.
Malinalli, una de ellas, se encargó de domar al terrible y cruel Cortés. Sirviéndole ayudó a su raza. Amándolo colocó a los suyos al mismo nivel de poder que mostraban los hijos de España.
Ella también podía matar pero sin mancharse las manos.
Le bastó su inteligencia para manipular a los inteligentes, unos barbados y otros lampiños.
Antes de estar en los brazos de Cortés, Mallinali había sido mujer de Portocarrero y puede ser que de otros soldados más. Su sexo le permitió conocer los sentimientos íntimos de quienes habían llegado montándose en la imagen de Quetzalcóatl.
Los midió y manejó a su antojo, o mejor dicho a conveniencia de su raza, de sus creencias, de sus dioses, del inframundo creado por la superstición y la magia de la mente.
¿Cuántos españoles se perdieron en el abismo de su mirada?
Todos los que se le acercaron porque cada uno, a su estilo, descubrió en ella la luz de la sabiduría que durante generaciones se transmitieron los habitantes de México.
Con Mallinali empezó la contradicción: el odio-amor-desconfianza-temor que hizo del mexicano un individuo que no “quiere ser ni indio ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. Él empieza en sí mismo” (Paz, dixit)[3].  No obstante, en el fondo de su corazón se siente orgulloso de su origen, de la mezcla de sangre, de ser quien es: blanco, moreno o apiñonado.
Es la personalidad del mexicano, la idiosincrasia, el sincretismo, el “alma nacional”. Es Mallinali.

Es viernes
En los albores del siglo xx, México amaneció distinto.
Tina Modotti había decidido romper los cartabones sociales, igual que ocurrió con Frida Kahlo.
Los claroscuros y los colores mexicanos iluminaron el paisaje urbano, artístico e intelectual.
Las sombras, que por cierto nunca faltan, surgieron de las tragedias protagonizadas por mujeres como María Antonieta Rivas Mercado, la enamorada del amor que escogió a la Catedral de Notre Dame para desde ahí decirle al mundo de los vivos que ella lo dejaba precisamente por el amor que no le quiso corresponder. José Vasconcelos había antepuesto a Dios al amor de Antonieta. Habló el espíritu, no su corazón.
El país había despertado gracias a que las mujeres rompieron las cadenas del sometimiento y de las tradiciones misóginas.
Pero para llegar a este punto tuvo que pasar un lapso de cinco siglos, o sea desde que Mallinali puso a la raza de bronce en el mismo nivel que la blanca española.
Y padecer a los hombres desde antes de que el cura de nombre Barcia se volviera loco por haber visto el triángulo negro del sexo.
Y dejar atrás las mismas tres centurias para que los ojos de los mexicanos lectores escucharan los mensajes silentes de sor Juana Inés de la Cruz, la mujer que mostró al mundo que ellas también eran hijas de Dios, tan o más inteligentes que los hombres.
Y aprovechar las experiencias de los días decimonónicos en que (otro de muchos ejemplos) Aurore Dupin Dudevant (George Sand) inició el arduo trabajo intelectual para, disfrazándose de hombre, escribir la literatura que esperaban las mujeres lectoras.
Agreguemos los días luminosos del siglo xx, época en que el valor y la inteligencia de Carmen Serdán dieron lustre al movimiento armado de 1910 (no todas eran Adelita).

Es sábado
Así llegamos a esta época en la cual las mujeres tienen el sartén por el mango.
Es larga, muy larga la lista de triunfadoras. Para qué mencionarlas si usted lector o lectora las conoce muy bien.
Las hay ministras, magistradas y jueces.
También gobernantes, senadoras y diputadas.
Y qué decir de la pléyade de pintoras, escritoras, escultoras, profesionistas, empresarias, periodistas, científicas, artistas y ejecutivas.
La mujer, la obra perfecta de la naturaleza, es hoy el equilibrio, la propuesta necesaria, el futuro del país, la historia del extraordinario esfuerzo que he pergeñado en seis días de la semana, digamos que virtual.
El séptimo, o sea el que vivimos, lleva la magia del número, la perfección del dígito que da forma a las religiones cristiana y católica, por citar a dos de las más importantes: son siete los pecados capitales, siete las virtudes teologales, siete los dones del espíritu santo, siete el número de sacramentos, siete las frases pronunciadas en la cruz por Jesús de Nazaret y siete las palabras del Nazareno crucificado.
La mujer es, pues, historia, amor, religión, fe, vida, virtud y don.
Es el siete, la magia, lo eterno, la dicha o la desventura. Depende.
Es la luz, el color, la creatividad, el heroísmo, la inteligencia, el misterio.
Es la procreación.
En fin, es el Todo…




[1] Benítez, Fernando. El peso de la noche, Ediciones Era, 1996
[2] Paz, Octavio. Sor Juana Inés de la Cruz, las trampas de la fe. Ed. fce, 1995
[3] El Laberinto de la soledad, fce, 2000