martes, 13 de diciembre de 2011

Cuando el ridículo los alcance


Por Alejandro C. Manjarrez
¿Y ahora qué va a pasar con nuestros políticos culturalmente chambones, unos en vías de empoderarse y otros trepados en el poder? ¿Cambiará Puebla? Además de los libros utilitarios como El arte de la guerra, ¿se atreverán a leer obras de corte literario e histórico? ¿Romperán el estigma de la ignorancia política?
Mientras ellos mismos (o sus declaraciones) nos aclaran los enigmas apuntados, analicemos algunas de las probables consecuencias producto de los dislates y olvidos de Enrique Peña Nieto, aspirante del PRI a la presidencia de México, tropezones que imitaron otros políticos, entre ellos Ernesto Cordero, Mario Delgado y José Ángel Córdova Villalobos.
Y aquí, con el permiso del lector, cabe e incluyo lo que dijo Arturo Pérez Reverte en alguna de sus entrevistas:
“Un político ignorante, como hemos tenido ministros de Cultura y de Educación con un nivel cultural muy bajo, se torna peligroso. Son técnicos, pero con base muy poco sólida. Mi miedo siempre es que la ignorancia unida al poder político, y la incultura unida a la incapacidad de legislar, produce efectos devastadores.”
Regreso al tema e insisto: la ventaja que nos ha proveído el aspirante del PRI, es que leídos o no, los ciudadanos ya nos dimos cuenta de que ahora sí podremos exigir que la cultura forme parte de los planes y propuestas de los candidatos que buscarán convencernos. Unos lo haremos a través de las redes sociales mientras que otros seguramente se valdrán de los comentarios de boca en boca y de casa en casa. En fin, lo importante de la aportación peñista es que si no ha pasado, pronto dejará de funcionar el famoso atole con el dedo.
Este es, pues, el regalo decembrino del priista que sin habérselo propuesto golpeó los bajos del “monstruo electoral”, ente constituido por una sociedad cada día mejor informada y, en consecuencia, menos proclive a dejarse llevar por la propaganda televisiva.
Pero aparte de esa extraordinaria contribución de Peña Nieto, hay otra: la que hizo poner los pies en la tierra a los especialistas en marketing político. Me refiero al sector donde se diseñan imágenes y proyectos gubernamentales de largo aliento. Ahí, en esas entrañas casi burocráticas, se estarán rediseñando las estrategias que a los responsables de este mercado les permitirán sacar a sus bueyes de la barranca cultural. Aunque en otro orden de ideas, ya pasó con el ex presidente Bill Clinton, por ejemplo, y también con Eliot Spitzer, ex gobernador de Nueva York. Recordará el lector que tanto uno como el otro decidieron que para ellos el sexo era el método ideal en temas de relajación y para prevenir que estallara su ánimo concertador. Ambos supusieron que con este tipo de desfogues podrían atemperar las presiones del agobio gubernamental. Clinton pudo librar la bronca ocasionada por Mónica Lewinsky –la becaria que cayó de rodillas y lo confesó–, gracias a las acciones de su cuarto de guerra y dado a que era el Presidente del país más poderoso del orbe. Pero Spitzer se vio obligado a dimitir porque sólo trabajaba de gobernador.
En una de sus recientes colaboraciones (“La vida, la gente”), Javier Gutiérrez Téllez nos recordó el nivel cultural de los gobernadores de Puebla. Los mejor librados del análisis hecho por el colega, fueron Alfredo Toxqui, Guillermo Morales Blumenkron y Melquiades Morales Flores. El resto quedó en el mismo nivel donde se acaba de ubicar Enrique Peña Nieto, circunstancia o historias que habrían pasado desapercibidas si el aspirante presidencial no hubiese demostrado lo que tanto ruido ha provocado. El recorrido que hace Javier muestra que la buena memoria o el telepronter son insuficientes para que el político pase a la historia librándose de los sambenitos inculto y chambón.
Como ya lo dije, ese ruido y el despertar de la sociedad, necesariamente habrán de modificar los esquemas de la propaganda adoptada por los gobernadores o presidentes municipales. Ya no será suficiente el mediaticazo que difunde al político fotogénico o promueve sus acciones de gobierno, a pesar de que éstas sean parte de su obligación constitucional. No. De ahora en adelante, además de su modito de andar, tendrán que cultivarse para evitar que el ridículo los alcance.
Al final de cuentas, cosa rara por cierto, Enrique Peña Nieto ha logrado lo que nadie había podido hacer: despertar en el pueblo la necesidad de exigir que los gobernantes sean cultos. Y de paso sacudir a personajes como Carlos Fuentes cuyo criterio al respeto resultó demoledor: “Este señor –espetó– tiene derecho a no leerme. Lo que no tiene derecho es a ser presidente… a partir de la ignorancia…” Lástima que no lo dijo hace medio siglo, cuando México era la región más transparente.

Twitter: @replicaalex