La denuncia en masa es el antídoto
para combatir los excesos del poder
Por
Alejandro C. Manjarrez
Pertenezco
a la generación de mexicanos sorprendidos por lo que pasa en México; los que
hemos tenido la oportunidad de ver cómo se fue armando esta “película” de
ficción, violencia y terror, circunstancias auspiciadas por el cinismo y la hipocresía
que en el siglo XVII indujera a Molière a escribir su Tartufo.
Tuve la fortuna de escuchar a nuestros
mayores: unos libertarios, otros republicanos y los menos socialistas. Ellos me
mostraron las llamémosle razones del nacimiento de la comalada de millonarios
alemanistas, por ejemplo, o el porqué Adolfo Ruiz Cortines ocultó su
animadversión por la corrupción legada por su antecesor, herencia que incluyó negociar
entre privados la riqueza petrolera de México.
Me tocó ser testigo de los hechos que
dieron fama a Gustavo Díaz Ordaz y desprestigiaron a Luis Echeverría, ambos
enemigos y victimarios del periodismo que empezaba a retomar sus caminos de
libertad.
Me sorprendieron los errores y devaneos de José
López Portillo, así como la actitud “renovadora” de Miguel de la Madrid, estilo
que incluyó la censura a la prensa y el impulso a la rampante burocracia basada
en los malos consejos de algún mañoso pisaverde.
Escuché y vi los impresionantes documentos
sobre los crímenes de Manuel Buendía Téllez Girón, Carlos Loret de Mola Mediz, Juan
Jesús Posadas Ocampo, Francisco Ruiz Massieu y Luis Donaldo Colosio Murrieta.
Leí las recomendaciones de la Heritage
Fundation consistentes en combatir la ideología de México plasmada en la
Constitución. El “hay que poner de rodillas al gobierno” me ahuecó el estómago.
Y la determinación de “financiar la democracia en América Latina” operó como un
mentada de madre a los mexicanos.
Observé con la duda clavada en mi mente,
las propuestas económico-sociales de Carlos Salinas de Gortari, el presidente que
no vio ni oyó a la sociedad, inventor del capitalismo de cuates, además de avatar
del Tío Sam y eficiente operador de los cambios constitucionales que empezaron
a doblar las rodillas de la República.
Me tocó observar la “sana distancia”
impuesta por Ernesto Zedillo Ponce de León, acción que impulsó el cambio del
partido en el gobierno no así la mejora del Estado. Fui testigo de cómo Zedillo
se convirtió en el primer mandatario que contravino aquello de que —lo dijo Aristóteles—
el hombre es un animal político.
Como muchos ciudadanos de esta nación, también
me desconcerté cuando la esperanza del pueblo basada en la alternancia, quedó bajo
las botas tejanas de Vicente Fox Quesada y las zapatillas azules de Martha
Sahagún, su socia en el mando de la República, ni más ni menos.
Me indignó ver la forma en que Elba Esther
Gordillo Morales, lideresa del magisterio nacional, concertó con Felipe
Calderón Hinojosa lo que resultó un vulgar y ofensivo intercambio de favores
electorales por poder, posiciones políticas e impunidad sexenal.
La abundancia de acciones en contra de los
mexicanos me hizo creer que ya no podría suceder algo peor que lo pasado. Supuse
pues que era prácticamente imposible la presencia del aquel nocivo espectro. La
nueva generación en el poder —me dije— basará su proyecto eludiendo las prácticas
del pasado. Evitarán repetir aquellos errores. Puede ser que hasta gobiernen
con inteligencia y honestidad política ya que están obligados a convencer a la
nación de que el cambio debe ser para mejorar.
Y me equivoqué.
La película se remasterizó mostrándonos a
los fantasmas del pasado.
Sobre la libertad de expresión cayó el peso
del poder político.
Resurgieron desde errores, devaneos, propuestas
y actitudes, hasta los inventos burocráticos de Díaz Ordaz, Echeverría, López
Portillo, De la Madrid, Salinas, Zedillo, Fox y Calderón, cada artificio con su
dosis de corrupción.
Otra vez la comalada de millonarios.
De nuevo los negocios personales con la
riqueza petrolera.
Los “sastres“ de la República repitieron la
modificación a los preceptos constitucionales. Debieron estar advertidos e
inducidos para legislar y hacer el traje a la medida del gobierno.
Los asesinatos en masa superaron el impacto
mediático y emocional de los crímenes que —alguien así lo sugirió— llevaban la
marca del Estado.
Las concertaciones electorales se hicieron
comunes; las cúpulas partidistas se alejaron de la esencia de la democracia; y
los gobernantes manipularon a partidos y candidatos.
Hoy, la única diferencia con el pasado —contraste
grato y alentador por cierto—, la constituye las redes sociales cuya influencia
se acrecentará siempre y cuando no las enreden o anuden los amanuenses del
gobierno o las confundan y corrompan los técnicos de la clase política
interesada en negociar su impunidad. No hay antecedente pero…
El poder es cabrón. Y los que se aprovechan
de él, peores.
Por ello la denuncia seguirá siendo el
antídoto para combatir los nocivos efectos de la corrupción institucionalizada.
¡Anímese!
@replicaalex