domingo, 20 de agosto de 2017

El arte de la política*



Por Alejandro C. Manjarrez

La inspiración permite al pobre superar su estatus para adquirir el oficio y la ambición que lleva al éxito. El rico se inserta en las corrientes del poder (que también conducen al estadio del triunfo) gracias al apoyo de su grupo social o familiar. Son dos de las facetas de la vida que ejemplifico con el arte valiéndome del hombre y la mujer que al unirse se engrandecieron para enaltecer su pintura. Mario Vargas Llosa (Piedra de Toque) explica esta coincidencia donde se encontraron la desgracia con la ventura, palabras que con mi estilo acomodo a este texto autobiográfico:
Frida Kahlo luchó contra la torpeza de su mano y las limitaciones que la vida puso en su camino al someterla a la polio primero, y después al terrible accidente en el cual uno de los fierros del autobús en el que viajaba atravesó su cuerpo destrozándole cadera y vagina. Por ese sufrimiento, quizá, la artista adquirió la sensibilidad artística y la fuerza interna que expresó con manos y pinceles.
Diego Rivera también es conocido pero por el oficio y la escuela que lo hizo un creador cuya obra (murales y caballete) superó en número a la pintura de Frida.
En el caso de la mujer, la tragedia, autocompasión e ingenuidad triunfaron imponiéndose al destino. Y respecto al hombre, el talento y la ambición complementaron lo que desde sus primeros murales manifestó como la expresión artística que habría de situarlo en las mejores galerías del mundo.
Al final de las historias, Frida y Diego se ubicaron en el mismo nivel para establecer un fenómeno curioso: Frida dejó de ser la mujer de Diego, y Diego pasó a ser el esposo de Frida.
De eso trata la vida del político marcado por el destino, ya sea como un ser que logró desarrollarse a pesar de las limitaciones que la suerte le impuso, o bien porque maduró junto a quienes generacionalmente han ejercido el poder. Unos y otros son beneficiarios de sus eventualidades u oportunidades, a veces con matices de intenso y vibrante colorido, y en ocasiones ocultos o confundidos dentro de la gama de grises que disimulan las aptitudes. La inspiración rebasa al oficio. Y el que alguna vez fue el orientado llega a convertirse en el guía de quien lo ayudó a transitar por los atajos del poder.
Dejo mis intentos de filósofo de pueblo para retomar el hilo de esta historia, trayecto que, como ya lo he mencionado, me convirtió en un distinguido miembro del quehacer público, espacio donde crecí y me desarrollé hasta llegar a ser el animal político que Aristóteles definió. Adopté la condición de ese “animal” y el instinto me permitió responder antes de que me causaran daño los ataques enemigos. Lo hice anticipándome a las acciones de los depredadores políticos dotados de la extrema maldad que los induce a invocar el nombre de Dios antes de aprovechar su poderío para joder al semejante. Supongo que la Divina Providencia y la genética me dotaron del carácter para diseñar objetivos y, lo más importante, para llevarlos a cabo sin dejarme atemorizar por las circunstancias negativas; por ejemplo: el tropezón con implicaciones mediáticas, el fracaso accidental o fomentado por los adversarios, la persecución legal y política de alguno de mis paradigmas.
*Uno de los capítulos de mi novela El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante

 acmanjarrez@hotmail.com
@replicaalex


martes, 8 de agosto de 2017

Blanca Alcalá, su esencia política


Leer cuentos y novelas nos hace
por fuerza mejores personas.
Jorge Volpi
Por Alejandro C. Manjarrez
Lidia Zarrazaga Molina creó en Puebla la nueva clase política que hoy encabeza Blanca Alcalá Ruiz.
Lidia fue una mujer inteligente y visionaria. Su actitud y trabajo político dio pie para que sus amigos confirmaran que, en efecto, a veces se invierte aquello de que detrás de un gran hombre hay una extraordinaria mujer. Esto porque su esposo Juan Bonilla Luna —por cierto un ser singular tanto por su inteligencia como por su cultura— la apoyó sin restricciones a sabiendas de que ella tenía una inteligencia brillante y receptiva, misma que combinaba perfecto con su acertada visión de futuro.
En su ejercicio como diputada local, Zarrazaga detectó y organizó a las mujeres poblanas que años después representarían la sensibilidad social y el talento político, características que habrían de impulsarlas al escenario nacional..
A ese grupo, como lo apunte arriba, pertenece la senadora con licencia y desde el pasado martes 8 de agosto embajadora de México en Colombia. Mi aserto se basa en lo que hace años Blanca Alcalá me confió con la satisfacción de haber sido ella una de las colaboradoras cercanas de Lidia. Transcurrían sus últimos meses como presidenta municipal de Puebla. Fue cuando escuchó el canto de las sirenas: “Tú serás gobernadora del estado”, decía la antífona musicalizada.
Le pregunté sobre semejante posibilidad, la de contender para encabezar el poder Ejecutivo de Puebla. Su respuesta reveló alguna de las tantas enseñanzas de su amiga Zarrazaga. Me dijo segura (lo repito de memoria): “Entiendo que está difícil lograrlo debido a las fuerzas antagónicas a mi sector (léase antifeminismo). Sin embargo, lo peor que puede pasar es que este tipo de manejo y menciones me permitan pugnar por uno de los escaños del Senado de la República”. Como el lector sabe la candidatura le llegó a Blanca precisamente por ser senadora (no antes) y figurar como uno de los principales activos de su partido. Perdió aquella contienda debido a que se le atravesó el interés personal y la estructura electoral de Rafael Moreno Valle, el gobernante empeñado en hacer ganar a su candidato: Tony Gali le garantizaba lo que por ética la priista le hubiese negado.
Antes de su trágica muerte, Lidia tuvo a bien confiarme alguna de sus observaciones. Entonces ella era uno de los integrantes del Congreso de la Unión con derecho de picaporte en el despacho de Luis Donaldo Colosio Murrieta, a la sazón presidente nacional del PRI. La conversación giró en torno al hecho de que Melquiades Morales omitiera las instrucciones-condición de Colosio: “Serás el presidente del PRI en Puebla. No le pidas nada al gobernador (Mariano Piña Olaya). El partido te apoyará con lo necesario para fortalecernos en el estado. Es importante que te alejes de esa mala influencia”. Ocurrió lo contrario y Melquiades prácticamente se entregó al gobernador. Coincidí con Lidia en que la disciplina al poder político de su estado pudo más que el compromiso de Melquiades con el liderazgo de su partido. Para fortuna de este ex gobernador, el asesinato de Luis Donaldo le permitió prevalecer en la política nacional hasta llegar a ser embajador en Costa Rica.
Ese tipo de, llamémosle confidencias, nutrieron la “cultura gubernamental” del grupo de mujeres que rodeaba a Lidia, entre ellas Blanca Alcalá Ruiz. Aprendieron a moderar sus ímpetus para seguir siendo parte de los compromisos partidistas. Asimismo abrevaron la disciplina política que hace confiables a los servidores públicos.
En fin, veo a la nueva embajadora como el reluciente ejemplo de ese aprendizaje que necesariamente tendrá que ser aderezado con la experiencia diplomática, además de la cultura que se respira en Colombia. No importa el tiempo que funja como embajadora. Lo trascendente está en la oportunidad que tiene para aspirar el aroma del barro de Macondo, y escuchar el concierto de los turpiales, canarios y petirrojos, y disfrutar los colores, en especial el amarillo que sedujo a Gabriel García Márquez.
Si lo logra, sin duda su vida pública se habrá enriquecido.

@replicaalex

miércoles, 2 de agosto de 2017

La luz del progreso


Por Alejandro C. Manjarrez
Desde que Alberto Santa Fe y Manuel Serdán Guanes publicaron la Ley de Pueblo, ambos sabían que el incipiente gobierno porfirista haría algo para reprimirlos. “Se van a encabronar…”, le dijo Manuel a su amigo Alberto. Éste estuvo de acuerdo y advirtió a Manuel que para protegerse era necesario crear lo que más tarde llamarían su panoplia política:
—Mira Manolo —puntualizó Santa Fe—,  lanzaremos la proclama después de convencer a varios amigos y simpatizantes para que, justo al otro día de publicada, protesten contra la explotación del campesino y apoyen el reparto de tierras que vamos a proponer. Con ello conseguiremos tener muchos aliados que nos protejan. Obligaremos al gobierno corrupto a que lo piense dos veces antes de hacernos daño. No hay que olvidar que los mártires estorban al poderoso.
—Nuestro problema es que no sabemos a quién le tocará gobernar mañana. Si a Pacheco, o a Bonilla, o a León. El peligro está detrás del gobernante, el que sea. Será parte del sistema viciado y ultrajante que ofende la dignidad humana. En ese medio abundan los expertos en la lisonja y la manipulación, tipos que por quedar bien son capaces de cualquier cosa. Tú lo sabes, Alberto: nosotros seremos su objetivo, tal vez el principal…
—Por eso necesitamos el apoyo del pueblo —insistió Santa Fe arrebatándole las palabras a Serdán—. Es la fuerza popular la que nos hará invulnerables ante las persecuciones del gobierno. Nuestra ley es el primer paso. Y la campaña que llevemos a cabo, el tranco definitivo.
Los amigos se quedaron callados, cada uno con la mente puesta en el futuro inmediato. La seriedad de Serdán agudizó sus facciones angulosas. Y la seguridad de Santa Fe acentuó en su rostro la tranquilidad que le había hecho un hombre convincente. Los dos meditaban sobre el impacto que tendría su propuesta social.
La semilla de la justicia social
En 1878 se publicó la Ley del Pueblo en el periódico La Revolución Social, órgano del Partido Socialista Mexicano fundado por Manuel y Alberto y, de acuerdo con lo que sus creadores habían planeado, hubo grupos que adoptaron como suyo el contenido del manifiesto: todos coincidieron en que representaba la esperanza para mejorar las condiciones del trabajo y, de alguna forma, participar en un acto patriótico: la defensa del país contra las ambiciones políticas de Estados Unidos.
Además de su exhortación que tardó tres décadas en consolidarse, los autores de aquella proclama vislumbraron lo que pasado el tiempo se presentaría como un mal irremediable: el dominio del capital sobre los gobiernos. En algunas de sus líneas, el programa estableció los siguientes criterios generacionales:
En menos de setenta años de vida independiente, hemos perdido la mitad del territorio patrio, que en 1848 pasó definitivamente a poder de los norteamericanos: tenemos comprometida gravemente la otra mitad: hemos ensayado como sistemas de gobierno, el imperio y la república unitaria y la república federal, el sistema dictatorial y el sistema democrático, sin conseguir establecer la paz.
En ninguna nación civilizada el pueblo, las masas, los artesanos, las gentes que trabajan viven en la miseria tan espantosa como viven entre nosotros…
¡Estamos enfermos!; estamos muy enfermos pero, al menos que nosotros sepamos, nadie ha dicho: esta es la causa de la enfermedad, ni este es el remedio. Pues bien esa es la tarea que nosotros nos hemos impuesto (…) porque nadie puede ocultar que, si seguimos entregados a la guerra civil, cosa que sucederá infaliblemente si no se destruye el origen de la guerra, que es la miseria del pueblo, dentro de pocos años, México será una colonia norteamericana…
Una vez que se conoció el contenido de la Ley del Pueblo, los esbirros del gobierno echaron ojo a sus promotores. El más vulnerable era Manuel debido a su bondad y buen talante, en tanto que Santa Fe tenía vínculos con la sociedad identificada con Porfirio Díaz, quien por aquellos entonces acababa de llegar a la presidencia mostrándose conciliador y a la vez dispuesto a imponer su política de “pan y palo”. Así que la autoridad dictaminó desaparecer a Serdán sin dejar rastros, precisamente para no crear mártires. Sin él —dijo alguien— será más fácil desarticular aquel proyecto social, acción que hará dudar a los simpatizantes de la propuesta de Serdán y Santa Fe, además de desanimarlos e incluso “meterles miedo”.
El poder actuó y Manuel Serdán desapareció de la faz de la tierra. Nadie supo qué le ocurrió, ni siquiera su esposa. Ten mucho cuidado Manuel. Soñé cosas feas. Mejor no vayas. Deja para otro día lo que tengas que hacer —le había dicho María del Carmen Alatriste, madre de sus entonces pequeños hijos Máximo, Aquiles y Carmen… Y tuvo razón porque nunca más nadie lo volvió a ver.
@replicaalex