Carmen
Serdán estuvo muerta durante varias horas.
Tenía
dieciséis años cuando conoció el inframundo y regresó a la vida. Ese día su
madre la encontró tendida en la cama con el brazo izquierdo caído sobre el piso
de duela. La vio plácida. Estaba excepcionalmente hermosa. Daba la impresión de
haber entrado al sueño que por ser eterno se llama muerte. Tenía una insólita y
acentuada hermosura en el rostro que proyectaba esperanza. De repente, sin
saber la causa, la señora Alatriste supo lo que había ocurrido; aspiró profundo
para poder gritar las palabras que se agolparon en su mente:
— ¡Mi hija
está viva!
La breve
soflama de María del Carmen Alatriste devolvió la esperanza a los integrantes y
amigos de la familia Serdán; reverberó en el interior de la casa como si fuesen
ecos de los truenos que presagian tormenta. Todos corrieron hacia donde estaba
la joven declarada muerta por un médico mediocre, diagnóstico que en instantes
se transformó en el chisme que recorrió las calles de Puebla: “Se murió la señorita
Carmen Serdán”, fue la noticia que llegó hasta los oídos de Luis Cabrera
Lobato: al escuchar estas terribles palabras Cabrera sintió que se abrían las
lozas de piedra de la calle, el piso que soportaba su cuerpo.
Luis salió
corriendo de su casa rumbo al domicilio de la familia Serdán. Iba desesperado
con la sorpresa incrustada en su pecho. En el trayecto imaginó la sonrisa de
Carmen e incluso escuchó el tono de su voz cuando ella le respondió a uno de
sus constantes requiebros: “Es usted muy exagerado Luis. Aprecio en lo que vale
su amistad”. Para no pensar en la tragedia, Cabrera se acogió a la popular
esperanza: “Sólo es un chisme —dijo para sí—. Ella tiene que estar viva. Su
madre no la dejaría morir”.
El viaje al inframundo
Carmen
pudo percibir el movimiento y la preocupación de su agitado hogar. Quiso
ponerse de pie pero la catalepsia le impidió moverse. No podía abrir los ojos.
Se sentía paralizada y con la sensación de estar volando en la negrura del
inframundo. En ese estado de semiinconsciencia ingresó a un túnel negro donde
pudo percibir pequeños brillos y chocar con uno que otro ectoplasma, luces y
formas que se cruzaban en su camino. Algo o alguien parecían llevársela de la
mano hacia esa extraordinaria experiencia. Carmen pudo ver a lo lejos una
intensa luz que mostraba la salida de aquella enorme y a la vez estrecha
oquedad. Hizo el intento de avanzar hacia el resplandor pero una extraña y
poderosa fuerza se lo impidió. Ya no pudo volar ni caminar ni moverse. Tuvo la
sensación de que su cuerpo estaba sometido por muchas manos, algunas jalándola
hacia la oscuridad de la vida, y otras empujándola hacia el brillo de la
muerte.
Carmen
dejó de luchar. Decidió esperar a que esa fuerza sobrenatural tomara la
decisión final, sentencia que ella ignoraba. Fue en aquel momento cuando cesó
la tensión de esas manos que sentía como si estuviesen asidas a su cuerpo, como
si tratasen de transmitirle algunas visiones sobre su propio futuro. Entonces
se vio a sí misma vestida de blanco y trepada en una nube arengando al pueblo:
“¡Ya no vivan de rodillas!”, les gritaba frenética mientras blandía el rifle
que llevaba en la diestra. Cesó su entusiasmo cuando en su vestido apareció un
rosetón rojo. Asustada, tocándose el orificio del hombro por donde brotaba la
sangre que produjo aquella creciente mancha, miró a su alrededor y entre los
cadáveres pudo distinguir a sus hermanos Máximo y Aquiles, este último
soportando el cuerpo inerte de un hombre llamado Francisco I. Madero.
La resurrección
Luis
Cabrera entró a la casa buscando a la señora Alatriste cuya estatura y
cabellera negra resaltaban de entre las decenas de amigos y familiares que la acompañaban.
—Doña
María, ¿dónde está su hija? —preguntó con la angustia reflejada en su rostro
pálido.
—En la
recámara contigua. Ella duerme. Estoy esperando que despierte.
—Pero es
que…
—No es
cierto, Luis. Cálmese. El médico se equivocó. Es un chambón. Ella sigue con
vida. Venga vamos a verla. Antes de que usted llegara percibí que movía su dedo
meñique —le confió bajando la voz a manera de confidencia.
Carmen
Alatriste tomó de la mano al joven abogado para conducirlo a la habitación
donde reposaba la hermosa jovencita. Antes de llegar a la cama, Cabrera soltó
la mano de la señora desviándose hacia el mueble donde había visto un pequeño
espejo que parecía estar esperándolo. Enseguida, sin dar explicaciones, lo
colocó cerca de la nariz de Carmen, como lo había hecho el médico que la
declaró muerta. Esperó hasta percatarse de la leve sombra reflejada en el
vidrio azogado.
—Tiene
usted razón señora, su hija está viva —dijo Luis a la madre de su amiga—: Debe
ser un ataque de catalepsia[1] —concluyó sin poder ocultar
su expresión de felicidad.
En ese
momento, como si lo hubiera escuchado, Carmen abrió los ojos; miró el rostro de
su amigo y le dijo: —Tuve una horrible pesadilla.
—Nosotros
también —condescendió Cabrera impresionado por la mirada profunda de la joven—.
El suyo fue un mal sueño que para nuestra felicidad ya terminó…
—Gracias
Luis, pero lo que yo soñé apenas empieza y no acabará hasta que…
—Ya no
diga nada —la interrumpió Cabrera para no escuchar lo que parecía un presagio
fatal. Supuso que ambos, tal vez, un día de tantos podrían encontrarse en
alguno de los espacios que el destino reserva al amor—. Descanse porque le
espera un futuro glorioso —le dijo.
—Ojalá que
esa gloria a que se refiere no sea tan sangrienta como la de mi pesadilla
—insistió ella dándole a su cara la expresión de la pesadumbre que acompaña al
mal augurio.
Luis
Cabrera ya no quiso hablar. Intuyó que Carmen Serdán tenía un destino distinto
al suyo. Lo lamentó. En ese instante su cerebro registró las escenas fugaces
que la inteligencia de la heroína acababa de transformar en energía. “Quizá
esté impresionado con las lecturas de Poe”, se dijo a sí mismo con la intención
de desechar esa experiencia déjà
vu.
El presentimiento
Años más
tarde, ya muertos Aquiles y Máximo Serdán en la refriega de noviembre de 1910,
Luis Cabrera recordó el sueño-pesadilla de Carmen Serdán. No había podido
quitarse de la mente el impacto que lo marcó con el sello de los hermanos
Serdán, víctimas de la corrupción política del porfiriato. Con esas imágenes
rebotándole en la cabeza, Cabrera Lobato escribió a Francisco I. Madero:
Todos
hemos sentido las consecuencias de la Revolución; pero nos hemos resignado a
sufrirlas en la esperanza de que trajera consigo algunos bienes en medio de
tantos males. Usted, señor Madero, tiene contraída una inmensa responsabilidad
ante la Historia, no tanto por haber desencadenado las fuerzas sociales, cuanto
porque al hacerlo, ha asumido usted implícitamente la obligación de restablecer
la paz, y el compromiso de que se realicen las aspiraciones que motivaron la
guerra, para que el sacrificio de la Patria no resulte estéril…
En otros
términos, y para hablar sin metáforas: usted que ha provocado la Revolución,
tiene el deber de apagarla; pero guay de usted si asustado por la sangre derramada,
o ablandado por los ruegos de parientes y amigos, o envuelto por la astuta
dulzura del Príncipe de la Paz, o amenazado por el yanqui, deja infructuosos
los sacrificios hechos. El país seguiría sufriendo de los mismos males,
quedaría expuesto a crisis cada vez más agudas, y una vez en el camino de las
revoluciones que usted le ha enseñado, querría levantarse en armas para la
conquista de cada una de las libertades que dejara pendientes de alcanzar…
No lo dijo
Cabrera, pero en las entrelíneas de su carta sugirió que el destino de Madero
podría ser el mismo que el de Aquiles y Máximo.
Como si
fuese un manantial, la sangre que había soñado Carmen Serdán siguió manando de
otros cuerpos hasta fecundar el territorio nacional: produjo muchos rosetones;
hubo cientos de miles de ellos cuyos brillos bañaron de rojo el cielo mexicano.
Carmen y
Luis —ambos enamorados de las ideas sociales— habían sido escogidos por el
destino para no formar parte de la estadística necrológica de la Revolución.
Gracias a ese designio los dos siguieron manifestando sus conceptos
“subversivos”, en muchos casos valiéndose de sus propios seudónimos: Marcos
Serrato ella; y Blas Urrea, él.
La familia
Serdán empezaba así el trayecto hacia el destino que les trazó su padre Manuel
Serdán: promover la democracia aun cuando se enfrentaran al poder que Porfirio
Díaz usaría para gobernar durante tres décadas, primero como una esperanza de
progreso y después, como lo dijo el poeta Ramón López Velarde, como el “edén
subvertido”...
*Tomado de mi libro Confidencias del poder