Por Alejandro C. Manjarrez
—Señor: con la novedad de que los
chiautecos andan alebrestados. Uno de mis delegados supo que el día tres de
mayo se levantarán en armas —informó Mucio P. Martínez al presidente Porfirio
Díaz.
— ¿Están confirmados sus datos?
—Sí señor Presidente.
— ¿Quién es el cabecilla y cómo
se han organizado? —preguntó el dictador, seco y directo.
El gobernador poblano respondió
sin tamices y sus palabras preocuparon a Porfirio Díaz, quien se había
conservado indiferente, como si estuviese acostumbrado a escuchar ese tipo de
alertas. No perdió la compostura; sólo levantó un poco la voz para que sus
frases se escucharan bien:
—Mire Gobernador: como sé quiénes
son y los conozco bien porque fueron mis subordinados en la guerra contra el
invasor, necesitamos muelles no leyes. Así que fusílelos de inmediato. Ya no me
sirven. Son pollos que no les gusta el máiz.
Mátenlos
en caliente
Dos días después de la orden cuya
estridencia fue mitigada por los gruesos muros del Castillo de Chapultepec,
paredes que hacían las veces de sordina a los cañonazos verbales del
presidente, tres de los hombres de confianza de Mucio se trasladaron a
Chiautla. La habilidad de cada uno tenía el aval de los distintos operativos
del espionaje, estrategia que entonces de basaba en infidencias e informes de
los espías infiltrados entre los grupos de inconformes con la política de pan y
palo. Por ello, antes de llegar al pueblo, el grupo aquel se dispersó para
poder ingresar con el sigilo que exigía su misión. Una vez dentro de la
jefatura del distrito y de la prisión, prepararon a los guardias: “Atranquen
bien las puertas y descansen hasta que inicie la balacera”, dijo el responsable
del operativo diseñado para defenderse y al mismo tiempo sorprender.
Testigo,
protagonista y relator
Gilberto Bosques Saldivar,
entonces un niño, se percató de los nerviosos movimientos de la gente del
pueblo. Escuchó los planes del grupo que había decidido librarse del dominio
criminal de la dictadura. Su curiosidad y mente despierta le indujeron a
colocarse en algún lugar estratégico para poder observar lo que habría de
ocurrir. El pequeño testigo pudo constatar el valor y arrojo de los sublevados
de Chiautla de Tapia grabando así en su prodigiosa memoria los hechos que,
pasados los años, escribió en uno de sus libros[1]:
El silencio todavía intacto sobre el
caserío. Abajo, en la barranca, un lento viaje del agua recién nacida sobre
tepetates de sucesiva inclinación. La alta torre de la parroquia respirando
cielo y esperando la luz surgente de la aurora para soltar sus campanas de
fiesta en el día de la Santa Cruz. Los vientos ligeros del verano consumían el
sosiego nocturno. Una esperanza de rosados fulgores inspiraba el suspiro de los
árboles. Ninguna premonición de drama humano había en los aledaños de la villa
de Chiautla de Tapia (...). Pero allí estaban ya —formando el dispositivo de
asalto, el somatén campesino de voz abanderada— hombres maduros y hombres
jóvenes de la vieja estirpe guerrera que guardó por siglos su libertad. Los
insurrectos tenían bien medidas las horas de aquella madrugada, a fin de
realizar puntualmente la sorpresa. El jefe político del Distrito, Ignacio
Flores Ruiz, el alférez Jesús Moreno, jefe del destacamento de guardias
rurales, el alcaide de la cárcel municipal, el recaudador de rentas, dormían con
todo el aparato opresor de la dictadura. El estampido de las balas sería, al
despertarlos, nada más que un primer tronar de los cohetes que inauguraban la
celebración religiosa del 3 de mayo, y una sonrisa desperezada les plegaría
acaso los labios.
La lucha en la plaza central, frente al
cuartel, frente a las oficinas públicas, fue sostenida, tenaz, enardecida,
heroica. Don Jesús Morales Ríos, a la cabeza de los insurgentes y al grito de
¡Muera el mal gobierno! ¡Viva Chiautla! ¡Viva la libertad!, atacó a la guardia
de la cárcel en el fondo del portal. Allí cayó muerto de bala en el corazón. A
pocos pasos de la reja carcelaria murió el alcaide Librado García Millán. De
cara al cuartel de los rurales, murió Amado Sánchez, lugarteniente de don Jesús
Morales. El caballo bayo que montaba aquel muchacho serio, cabal, callado y
valeroso, murió junto a su jinete. Tres compañeros de Amado quedaron con él,
sin vida.
Muertos sus dos jefes, los
sobrevivientes cesaron el ataque y se dispersaron huyendo hacia la montaña,
hacia las cuevas ocultas en las cañadas, hacia los pliegues y repliegues de
barrancas y abismos.
Entrada la mañana de aquel 3 de mayo
pudieron verse los cadáveres. El de Amado Sánchez. El cuerpo tendido e inerte
de don Jesús Morales Ríos: chaqueta de cuero; faz morena, severa; los labios
ligeramente abiertos para la trunca palabra final; ojos con el nublo de la
pupila apagada y todo él, rostro a rostro con la luz solar y las sombras del
destino (...) las manos sin asomo de crispadura. El pecho herido, traspasado,
teñido de rojo grave. Y el escenario patético de la lucha.
Como en toda batalla, en la de
Chiautla también hubo un triunfador: el gobierno porfirista. Sin embargo, la
sangre que se derramó aquel día fue el nutriente que reprodujo el espíritu de emancipación
del pueblo chiauteco, mujeres y hombres que durante décadas vivieron asidos por
el puño del gobierno cuyo cabecilla empezó apoyándose en la no reelección y
terminó convirtiéndose en una dictadura.
Después de ese 3 de mayo de 1903,
Porfirio Díaz ordenó acabar con todos los fugitivos. “Que se haga cargo Nacho
Contreras. Quiero que valide su astucia y ferocidad”, dijo el dictador. La
comisión recayó en el odiado y temido Ignacio, alias “El Cuayuca”, soldado que
ganó su fama debido a la eficacia y crueldad con que cumplía los encargos del
gobierno porfiriano.
Contreras y su grupo persiguieron y
acabaron con la vida de Abraham Ramírez, José Domingo Aguilar y otros
revolucionarios cuyos nombres la historia devoró. De esta forma la represión,
el terror y el crimen sofocaron la rebeldía de los poblanos para que los
favoritos del régimen siguieran disfrutando sus privilegios.
Y la mata
siguió dando
Aumentaron las atrocidades, se extendió
la explotación y los abusos formaron parte del estilo de gobierno.
Durante siete años, la mayoría de los
ciudadanos tuvo que conformarse con mascullar para lanzar contra sus verdugos
todas las maldiciones de su acervo. Con este talante esperaron confiados en que
algún día apareciera la luz que habría de acabar con las tinieblas que durante
más de treinta años mantuvieron gris la vida política de la nación. Ellos no
eran de los pollos que, decía Porfirio Díaz, querían máiz.
Pagaron
con su vida muchos de los que tuvieron la osadía de denunciar los crímenes y
abusos de autoridad de Mucio P. Martínez y su equipo de represión. Uno de ellos
fue Jesús Olmos y Contreras, licenciado y periodista, luchador social que usó
su pluma para señalar los vicios de la administración pública. Por ello el
gobierno lo mandó matar. Nunca se supo quién había sido el operador material
del crimen; no obstante, como en otros homicidios similares, los habitantes de
Puebla estaban seguros de que el gobernador era el autor intelectual de ése y
de otros crímenes con el mismo cuño. El destino para los ciudadanos incómodos
al poder fue el fatídico Valle Nacional, lugar a donde se enviaban vigilados y
controlados por Pascual Mendoza y Demetrio Romero López, “reclutadores”
oficiales del infierno aquel del que muy pocos podían salir vivos.
El daño
que Mendoza y Romero ocasionaron a la sociedad se hizo evidente cuando, por
primera vez, escaparon dos hombres logrando llegar a Puebla. Su repentina
aparición asustó a las familias porque los fugados se veían escuálidos,
maltrechos y destrozados física, mental y moralmente. “Eran lenguas vivas de
execración más que contra el lugar en sí, contra la casta de negreros que
(fungían como) brazo armado de una autocracia llena de prejuicios religiosos,
como falta de sentimientos humanitarios.”
Luz y progreso
En su
relato, Atenedoro Gámez dice que “el 22 de mayo de 1909, Emilio Vázquez, Luis
Cabrera, Francisco I. Madero y los periodistas Filomeno Mata y Paulino
Martínez, forjaron la esperanza de justicia social que conmovió a los poblanos”
cuando en la capital del país se fundó el Centro Antirreleccionista.
Poco
tiempo después, “sin percibir de dónde (...) empezó a extenderse, más con la
persistencia de un olor que con la energía de un sonido, un nombre que hasta
entonces, siendo como era, conocido, no tuviera el vibrante sacudir de un
presentimiento: Aquiles Serdán”.[2]
La
lucha y sacrificio que se libró durante varios años culminó cuando los hermanos
Aquiles, Máximo y Carmen acabaron con los proyectos e ilusiones de la burguesía
de la época.
En
Puebla y en otras poblaciones como Chiautla y Huejotzingo, hubo sacudidas que
alertaron a la comodina y conservadora sociedad.
México
había iniciado así la búsqueda de una nueva y más justa etapa social, proceso
que atestiguó un…
Niño que
se convirtió en hombre
Gilberto Bosques Saldivar vivió
ese proceso intensamente, primero como chiquillo y más tarde como uno de los
jóvenes compañeros de Aquiles Serdán. Éste lo instruyó para que fuera
precisamente a Chiautla de Tapia donde prepararía el levantamiento armado
programado para el 20 de noviembre. Nadie supuso que dos días antes la casa de
Aquiles sería asaltada por Miguel Cabrera y sus policías. Tampoco imaginaron
que Aquiles y Máximo resultarían muertos en ése que fue el inicio del
movimiento armado. Gilberto se enteró de los hechos en la madrugada del 20 de
noviembre, cuando junto con los herederos de los primeros conspiradores de
Chiautla caídos por defender el principio de libertad, se preparaba para
iniciar la Revolución.
—Señor, con la novedad de que el país está
prácticamente levantado en armas —dijo a Porfirio Díaz uno de sus ayudantes.
—Lo sé. Ya lo esperaba —respondió el dictador
acariciándose su barba—. Dejaré la presidencia a Francisco León de la Barra porque
me voy de México. Pero regresaré si Maderito se ataruga y mis generales retoman
el control y el poder. Dependerá de cuánto y cómo lo apoyen los gringos. Como
los conozco, he confiado en Victoriano, en Blanquet, en Reyes y en mi sobrinito
Félix. Ellos organizarán la oposición al maderismo. Ya verás cómo el inocente
Francisco pasa a ser parte del mundo que él conoce bien, el de los espíritus
chocarreros. Allá, en aquellas sombras cargará la cruz de su idealismo
trasnochado…
Las palabras de Díaz retumbaron en los muros del
despacho presidencial. Más que una reflexión del poderoso, sus frases
parecieron una orden en clave, la misma que meses después ejecutaría el Chacal
Victoriano Huerta.