Por el camino derecho viene un
gavilán volando:
“señores, no
compren huevos que aquí los traigo colgando”
Por Alejandro C. Manjarrez
Corrí la invitación a los hombres del dinero para que me
acompañaran a una gira cuyo tema era la productividad. Antes preparé el
escenario donde se realizaría lo que entre mis colaboradores de confianza llamé
la magia de la raza. Al mismo tiempo se diseñó la estrategia para cautivar a la
media centena de invitados: transporte de lujo; las más hermosas, desinhibidas
y capaces edecanes; ambrosía en cada mesa de los
autobuses-salón-de-usos-múltiples; mujeres guías entrenadas para cautivar con
sus explicaciones sobre la geografía y orografía del territorio que recorrimos;
paradas estratégicas en algunas de las bellezas naturales con potencial
turístico o agrícola; y la historia del maíz in situ, que fue el tema axial para hablar del legado de Puebla al
mundo.
Durante poco más de cinco horas mis invitados viajaron y se
sorprendieron al enterarse de cosas y hechos que desconocían. Como final de la
gira preparé lo que fue la experiencia más alentadora para mí y una sorpresa
para los dueños del dinero, en muchos casos acaparadores de los créditos que
dotaron de triste fama a Puebla (“capitales de saliva”).
Ese día la comitiva estaba feliz por el trato, el ambiente y
las novedades que disfrutaron como niños. El mayor asombro ocurrió cuando la
tarde empezaba a pardear: llegamos a la enorme planicie para encontrarnos con
una procesión religiosa que transitaba cargando el nicho de cristal que
protegía al Santísimo rodeado de flores de matices diversos y llamativos. Fue
un encuentro dizque casual. Yo lo sugerí y mi ayudantía lo organizó. En un
momento cuidadosamente planeado y preparado se apagaron los motores de los tres
autobuses que transportaban a cuarenta y cinco empresarios e industriales
poblanos. Enseguida se hizo el silencio por respeto a la fe de los peregrinos
que, obvio, habían sido convocados a propósito por mi amigo el Arzobispo. A eso
atribuyo que arrugaban el corazón los rezos cantados por las mujeres casi
beatas. Aquel sosiego espiritual fue compartido por los diez mil campesinos que
esperaban nuestro arribo. Algunos de mis invitados siseaban preguntándose sobre
lo que estaban viendo. Nuestras respuestas también fueron cuchicheadas. Nos
alejamos de la procesión caminando y sin hablar hasta llegar al terraplén en
cuya corona se construyó una especie de estrado. Cuando consideré que mi
personal ya había acomodado al medio centenar de acompañantes y el cortejo religioso
se encontraba lejos, discretamente di la orden para que empezara el
espectáculo: se encendieron los motores de las dos centenas de tractores que
con sigilo un día antes habíamos llevado, colocado y adornado con flores. Y
empezaron a circular aquellos aparatos color verde y rojo, mismos que, uno a
uno, cual desfile, pasaron frente al templete natural. Una vez que los
vehículos retornaron al lugar de donde había partido, sus conductores
recibieron la señal para, sincronizados, cortar la energía del motor. Se
extinguió el ruido mecánico y en ese momento las diez mil almas formadas entre
los surcos divididos por las enormes plantas de maíz, aplaudieron al tiempo que
echaban porras y vivas al gobernador y su comitiva.
Fue impresionante ver a los miles de campesinos vestidos de
blanco y agitando sus sombreros, algarabía que duró alrededor de cinco minutos.
Cuando cesó el barullo humano empezaron a tocar las veinticinco bandas de
pueblo estratégicamente diseminadas entre las milpas que separaban a la muchedumbre.
Se logró así un efecto sonoro, coordinado y único por sus alcances acústicos.
Las notas del Huapango de José Pablo Moncayo surcaron el espacio enclavado en
una enorme hondonada con resonancia natural. Siguió Poeta y Campesino de Franz
von Suppé con el mismo impacto sonoro. La emoción ya había invadido a los
presentes. Poco menos de media hora duró el lapso musicalizado que finalizó con
una de las marchas fúnebres producto del arte de los músicos del pueblo. Fue
exitoso el contraste musical cuidadosamente diseñado para impactar a mis
invitados. Logrado el objetivo, antes de mi participación, se volvió a escuchar
el aplauso. Fue la apertura a mi discurso. Dije:
Amigos, hoy vengo acompañado con un grupo de importantes
hombres de negocios. Ellos han trabajado para que nosotros tengamos al alcance
los productos que fabrican, comercializan y venden. El refresco o la cerveza
que ustedes toman, el vehículo que usan ya sea de motor o de dos ruedas, la
ropa y el calzado que visten, los autos y camiones que los transportan, el
tractor que suplió a las mulas y bueyes, la televisión y el radio que hacen su
vida más placentera, la ventanilla donde cambian los dólares enviados por sus
familiares que trabajan en el otro lado, los alimentos enlatados, en fin, todo
lo que les rodea es producido o distribuido por estos caballeros. ¡Denles un
aplauso, por favor!
Mis invitados estaban sorprendidos ya que nunca imaginaron
que más de diez mil personas les aplaudirían y que al mismo tiempo festejarían
su productividad comercial e industrial, a veces mañosa y manipulada para
engañar a los bancos. Sonaron las dianas. Dejé que el pueblo celebrara durante
largo tiempo hasta que fijé los ojos en el coordinador de giras para instruirlo
con la mirada. El tipo operó como lo hacen los directores de orquesta y cesaron
ovación, porras y dianas con la precisión del gran concierto que cada año nuevo
presenta la Filarmónica de Viena. Esperé hasta que los emocionados hombres de
empresa dejaran de aplaudir. Entonces cambié de actitud y con el micrófono en
mano caminé al frente de la comitiva alejándome de ellos para acercarme a los
campesinos.
Señores y señoras empresarios: sean ustedes bien venidos al
espacio donde empieza la vida y nacen las oportunidades —dije mirándolos de
frente y dando la espalda a mí pueblo—. Les he invitado para que en esta
sinergia conozcan a quienes les debemos la felicidad de nuestras familias ya
que, gracias a ellos, hombres y mujeres que trabajan de sol a sol, ustedes y
sus hijos tienen en la mesa de su hogar los sagrados alimentos. Y lo más
significativo: la modesta o importante productividad de mis hermanos
campesinos, es la que da vida y éxito a sus negocios. Gran parte del dinero que
ellos ganan con el sudor de su frente, lo usan para comprar lo que ustedes
producen o comercializan. Qué decir de nuestros hermanos que viven y trabajan
en Estados Unidos: simplemente que fortalecieron la economía del país debido a
los dólares que envían y que forman la importante fuente de divisas etiquetada
pomposamente como remesas extranjeras. Este es, sin duda ni regateo, uno de los
actos heroicos de nuestros migrantes mexicanos debido a que la mayoría de ellos
sufre la ausencia de sus padres, hermanos, hijos y esposa.
Ustedes, ellos y el que les habla somos del mismo barro sin
importar nuestra condición social o nivel económico, puesto que ni una ni lo
otro nos servirán en la dimensión donde habremos de llegar, ya sea como
recuerdo o bien como quimera religiosa. Unos menos importantes que otros pero,
al fin, todos tan efímeros como el día que concluye con la puesta de sol o la
noche que termina cuando abandona las sombras y las estrellas para dejar que
ingrese la luz. La única diferencia podría ser que ellos, los campesinos,
representan la cultura milenaria que se manifiesta en el maíz, la planta que
hace diez mil años empezó a crecer y desarrollarse hasta que se transformó en
lo que hoy son estas hermosas milpas, cuyo mejor fruto es la esencia del
mexicano, su alma, sus tradiciones, sus dioses, el sincretismo religioso, la
nación.
Los empresarios se miraban entre sí como queriéndose
preguntar y saber las respuestas sobre lo que veían y escuchaban. A los
sonrientes se les quitó su expresión acostumbrada. Y a los serios se les agravó
el gesto que parecía amarrado a su entrecejo. Ocurrió después de escuchar mi
perorata:
Véanlos bien y grábense en su memoria que ellos descienden de
las generaciones de indígenas que estudiaron la genética del maíz para,
mediante la historia oral, trasmitirse los conocimientos y avances científicos
que mejoraron y desarrollaron la única planta dependiente de la mano del hombre
ya que éste la cuida y reproduce porque necesita de ella para vivir y crecer.
Son diez mil años de cultura los que ustedes están viendo, uno por cada
campesino aquí presente.
El maíz, como bien lo saben, es el único cultivo capaz de
adaptarse a las condiciones climáticas y de suelo consideradas como difíciles,
siempre y cuando, insisto para que no se olvide, cuente con el apoyo y cuidado
del hombre. Es un negocio en el que han participado generaciones de familias
que heredaron —y siguen transmitiéndola— la cultura de respeto al medio
ambiente y su gratitud a las bondades de la naturaleza.
He puesto el ejemplo del maíz por ser el alimento que vincula
a los pobres con los ricos, o al revés. Analícenlo y entenderán que la vida de
los campesinos está forjada por la tierra, el aire y el sol, igual que muchos
de ustedes cuyos negocios también tienen la esencia y la tradición familiar, la
mayoría portadores de la mezcla racial que se formó al calor del comal donde
las manos de la mujer indígena redondearon nuestra existencia…
Concluí el discurso de manera tradicional seguro de que había
convencido a mis invitados —líderes unos y los otros guías de grupos y
asociaciones empresariales— para que decidieran solidarizarse con los proyectos
de mi gobierno, todos diseñados con la intención de promover la justicia
social, postulado éste que pregonan los gobernantes de izquierda, centro o
derecha. Pero fracasé por una simple razón: el olor a dinero, tufo que trastoca
el sentido común. Lo peor es que ese llamémosle mal de la modernidad, me
contagió aislándome del pueblo, efecto que produjo el arrepentimiento que
convoca a cierto tipo de sacrificio, las dos consecuencias que he querido dejar
plasmadas en esta mi autobiografía. Por una parte valiéndome de la confesión
novelada. Y por otro lado manifestándoles las denuncias con relatos también
novelados.
*Capítulo de mi novela El laberinto del poder, autobiografía de un
gobernante