No hay bonita sin pero,
ni fea sin gracia.
Por Alejandro C. Manjarrez
Es domingo
Imagínese Usted en el siglo xvii parado en una calle arbolada acompañado por el murmullo
de un arroyo limpio y caudaloso.
De repente aparece una mujer en la plenitud de su
vida. Tal vez dieciocho años, o quizá veinte.
Camina grácil desparramando su belleza.
Ella se dirige al templo.
Los hombres la ven; su libido despierta porque
perciben las feromonas de la mozuela.
Al observar la cadencia femenina, en lo primero que
piensan ésos, llamémosles caballeros, unos jóvenes y otros maduros, es en el
sexo o en el amor si por alguna razón se sienten atraídos por la belleza física
y la energía, sensibilidad y misterio, características que unidas hacen
seductoras a las mujeres.
Lo que usted está viendo también lo ve el sacerdote
del pueblo, el hombre que por motu
proprio decidió vivir ajeno al amor físico y entregado a la misión pastoral
de llevar por buen camino a las ovejas del Señor.
Como el tipo no es un eunuco, siente lo mismo que
los otros hombres que miran con arrobo a la fémina cuyas pisadas mueven el follaje
de los árboles y hacen cantar a los pájaros.
No sabe por qué (entonces ignoraban la existencia
de las feromonas), pero en su organismo se produce un llamado, el del deseo
sexual.
En ese momento el clérigo se siente pecador y
supone que debe administrarse algún flagelo, como darle vueltas al torniquete
del cilicio que trae sujeto en la pierna, precisamente para producir el dolor
que aleja los malos pensamientos (las palanganas de agua fría dejaron de dar
resultado).
Llega usted a la iglesia con esas imágenes en la
mente, emocionado si es hombre, y gratamente sorprendida si es mujer.
La liturgia lo hace meditar sobre la grandeza del
espíritu.
El hechizo es abruptamente interrumpido cuando el
sacerdote se trepa al púlpito y empieza a criticar a las mujeres “que andan por
ahí provocando a los hombres, mostrándose como emisarias de Luzbel…”
Entre los feligreses está la dama que podría ser la
segunda feminista de la Colonia (la primera fue sor Juana Inés de la Cruz): se
indigna por lo que dice el hombre de sotana; muestra en su rostro el coraje;
quiere protestar gritándole sus errores pero, impulsada por una rebeldía
natural, prefiere quitarse la ropa hasta dejar ver lo que para la mayoría de
los curas de la época era “lo más abominable: el triángulo negro del sexo”.[1]
Barcia (así se llamaba el sacerdote del cuento que
estás leyendo, relato que es verdad en esta parte) cae al suelo impactado por
la visión: arroja espuma por la boca, se retuerce de dolor espiritual y por fin
se manifiesta lo que había mantenido oculto: su locura.
Le llega la noticia al obispo Francisco Aguiar y
Seixas (el personaje también es real). Éste se avergüenza por lo que oye. Toma
el rosario que cuelga de su cuello y palpándolo dice lo que muchos de sus
seguidores sabían que iba a decir:
“Agradezco a Dios el haberme hecho corto de vista.”
Aguiar reza y se retira para, a solas, rogar por el
alma de Barcia cuya vista “fue ensuciada por la imagen del pecado”. Y le da una vuelta al torniquete de su propio
cilicio.
Es lunes
Juana de Asbaje, sor Juana Inés de la Cruz, medita
sobre la propuesta de su confesor, el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz. “A
partir de hoy para ti, para tus escritos, seré sor Filotea de la Cruz —le dice
Manuel a Juana—. Escríbeme y con tu prosa siempre bella e inteligente critica
el sermón del padre Vieyra. Necesito conocer lo que tu mente brillante piensa
de los conceptos de su Señoría”.
Sor Juana intuye una trampa, pero también ve la
oportunidad de escribir lo que por el hábito, la época, la ignorancia y la
misoginia le estaba vedado.
Y así sin más ni más, con la facilidad que se le
daba, igual que las rosas que surgen de su planta madre, redacta la famosa
Carta Atenagórica, en la cual con un “lenguaje esópico”, para otros perverso y
brillante, critica a quien era paradigma de Aguiar y Seixas.
De esta forma una pobre mujer “es el instrumento de
Dios para castigar a un soberbio.”
Escribió Octavio Paz[2], que sor Juana “no se
avergonzó nunca de ser mujer y su obra es una exaltación del espíritu femenino.
Aguiar y Seixas inspiraba temor pero ella no se doblegó. Al contrario: escribir
una crítica del sermón de Vieyra, el teólogo venerado por Aguiar y Seixas,
equivalía a darle una lección al arrogante prelado”.
Es martes
Aurore Dupin Dudevant, francesa de origen, una
mujer que nunca supo de la existencia de Catalina de Erauso, la famosa “Monja
Alférez”, la popular virago de la época colonial.
Aurore hizo casi lo mismo que Catalina.
Primero decidió que tenía que escribir para
desarrollar su vocación.
Después viajó a París con varios de sus escritos en
la bolsa y visitó a uno de los editores más famosos: le presentó su trabajo con
el argumento de que las mujeres no tenían por qué leer historias escritas por
hombres de mediana categoría.
El tipo la vio con ternura antes de soltarle la
siguiente frase:
“Debería hacer bebés, señora, no literatura.”
Aquel menosprecio (uno más en su vida de mujer)
puyó el ánimo de la Dupin incentivándola a reinventarse y jugar con el machismo
imperante.
En una especie de desprendimiento intelectual creó
su propio personaje. Lo llamó George Sand y se adaptó al protagonista de su
literatura. No le costó trabajo porque su vestimenta tendía al modelo
masculino. Decidió romper las barreras del sexo, convivir con los hombres y
hacer lo mismo que ellos: beber, fumar… y enamorar a los famosos de la época
(Musset, Liszt, Chopin).
Ya en plena madurez confesó a sus amigos que no le
gustaba ni tenía el menor deseo de ser hombre. Dijo que tuvo que disfrazarse
porque en aquella época, para obtener dinero, a las mujeres no les quedaba mas
que casarse o ser prostitutas de postín, o de uso común.
George Sand triunfó.
Igual que
Aurore Dupin.
El efecto camaleón le dio resultado y la historia
literaria la recibió con los brazos abiertos.
Es miércoles
Habían dado por muerta a Carmen Serdán Alatriste.
Sólo tenía dieciséis años.
Era bella, alegre, mentalmente ágil y muy
simpática.
Apesadumbrado por la noticia, llegó a verla Luis
Cabrera Lobato, uno de sus enamorados.
Iba dispuesto a dar el pésame a su madre.
No está muerta, Luis, le dijo la doña, la he visto
mover un dedo.
Cabrera miró el rostro de porcelana de Carmen.
Quería besarla en la mejilla pero no lo hizo pensando en el qué dirían los
habitantes de la conventual Puebla.
Se acercó a ella y pudo percibir el perfume de su
aliento. Después colocó un espejo cerca de su nariz para comprobar que la
“muerta” todavía respiraba.
En efecto está viva, le dijo a su madre. Parece que
se trata de un ataque de catalepsia, atinó el abogado.
Carmen Serdán tenía que vivir. El destino le había
preparado un lugar en la historia. Y lo encontró el 18 de noviembre de 1910, un
día luminoso y a la vez fatal.
Miguel Cabrera y sus genízaros llegaron a la casa
de la familia Serdán, ahí en la calle de Santa Clara, en pleno centro de la
levítica ciudad.
Se abrió el portón y del patio interior salió la
bala que pegó justo en el pecho del jefe policiaco.
Cabrera murió al instante.
Empezó la refriega y Máximo fue herido de muerte.
Carmen se manchó el vestido con la sangre de su
hermano: midió sus fuerzas y consciente de que apenas iniciaba la Revolución,
le gritó a Aquiles:
“¡Sálvate! ¡Escóndete!”
Quería que él viviera para continuar luchando por
sus ideales y emancipar a las clases oprimidas.
Para ello tenían que acabar con la dictadura
porfirista.
Eran unos cuantos los mexicanos pensantes que
exigían que la vida fuera más justa, más equitativa, más digna, sin corrupción,
La heroína subió a la azotea de la casa y desde ahí
arengó a los poblanos.
Les gritó que ya no vivieran de rodillas.
Sus manos estaban humedecidas por la sangre de
Máximo, uno de los colores de la bandera de México.
Las balas zumbaban a su alrededor.
Alguna de ellas la hirió en el hombro obligándola a
cejar en su intento de lograr que los poblanos despertaran de su marasmo
mental.
Ese día Carmen Serdán acabó en la cárcel. Ya había
iniciado el camino que la llevaría a su destino: la historia.
Es jueves
Mientras que en Europa se revolvía la sangre noble
al casarse reyes con princesas o príncipes con reinas para mediante esos
contratos sacar de la bancarrota a las monarquías y formar las alianzas con la
intención de conquistar otros territorios, en América los españoles se
mezclaban con las indígenas.
No había intereses de “derecho de sangre” ni la
necesidad de crear coaliciones de Estado.
Por parte de los españoles el deseo sin amor les
indujo a suponer que las mujeres mexicanas eran objetos sexuales sin respuestas
ni consecuencias; un premio que Dios daba a sus promotores de la fe y de la
conversión.
Pero se equivocaron.
Aquellas pequeñas naturales tenían el corazón más
grande que el de sus violadores.
Malinalli, una de ellas, se encargó de domar al
terrible y cruel Cortés. Sirviéndole ayudó a su raza. Amándolo colocó a los
suyos al mismo nivel de poder que mostraban los hijos de España.
Ella también podía matar pero sin mancharse las
manos.
Le bastó su inteligencia para manipular a los
inteligentes, unos barbados y otros lampiños.
Antes de estar en los brazos de Cortés, Mallinali
había sido mujer de Portocarrero y puede ser que de otros soldados más. Su sexo
le permitió conocer los sentimientos íntimos de quienes habían llegado
montándose en la imagen de Quetzalcóatl.
Los midió y manejó a su antojo, o mejor dicho a
conveniencia de su raza, de sus creencias, de sus dioses, del inframundo creado
por la superstición y la magia de la mente.
¿Cuántos españoles se perdieron en el abismo de su
mirada?
Todos los que se le acercaron porque cada uno, a su
estilo, descubrió en ella la luz de la sabiduría que durante generaciones se
transmitieron los habitantes de México.
Con Mallinali empezó la contradicción: el
odio-amor-desconfianza-temor que hizo del mexicano un individuo que no “quiere
ser ni indio ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se
afirma en tanto que mestizo sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo
de la nada. Él empieza en sí mismo” (Paz, dixit)[3]. No obstante, en el fondo de su corazón se
siente orgulloso de su origen, de la mezcla de sangre, de ser quien es: blanco,
moreno o apiñonado.
Es la personalidad del mexicano, la idiosincrasia,
el sincretismo, el “alma nacional”. Es Mallinali.
Es viernes
En los albores del siglo xx, México amaneció distinto.
Tina Modotti había decidido romper los cartabones
sociales, igual que ocurrió con Frida Kahlo.
Los claroscuros y los colores mexicanos iluminaron
el paisaje urbano, artístico e intelectual.
Las sombras, que por cierto nunca faltan, surgieron
de las tragedias protagonizadas por mujeres como María Antonieta Rivas Mercado,
la enamorada del amor que escogió a la Catedral de Notre Dame para desde ahí
decirle al mundo de los vivos que ella lo dejaba precisamente por el amor que
no le quiso corresponder. José Vasconcelos había antepuesto a Dios al amor de
Antonieta. Habló el espíritu, no su corazón.
El país había despertado gracias a que las mujeres
rompieron las cadenas del sometimiento y de las tradiciones misóginas.
Pero para llegar a este punto tuvo que pasar un
lapso de cinco siglos, o sea desde que Mallinali puso a la raza de bronce en el
mismo nivel que la blanca española.
Y padecer a los hombres desde antes de que el cura
de nombre Barcia se volviera loco por haber visto el triángulo negro del sexo.
Y dejar atrás las mismas tres centurias para que
los ojos de los mexicanos lectores escucharan los mensajes silentes de sor
Juana Inés de la Cruz, la mujer que mostró al mundo que ellas también eran
hijas de Dios, tan o más inteligentes que los hombres.
Y aprovechar las experiencias de los días
decimonónicos en que (otro de muchos ejemplos) Aurore Dupin Dudevant (George Sand)
inició el arduo trabajo intelectual para, disfrazándose de hombre, escribir la
literatura que esperaban las mujeres lectoras.
Agreguemos los días luminosos del siglo xx, época en que el valor y la
inteligencia de Carmen Serdán dieron lustre al movimiento armado de 1910 (no
todas eran Adelita).
Es sábado
Así llegamos a esta época en la cual las mujeres
tienen el sartén por el mango.
Es larga, muy larga la lista de triunfadoras. Para
qué mencionarlas si usted lector o lectora las conoce muy bien.
Las hay ministras, magistradas y jueces.
También gobernantes, senadoras y diputadas.
Y qué decir de la pléyade de pintoras, escritoras,
escultoras, profesionistas, empresarias, periodistas, científicas, artistas y
ejecutivas.
La mujer, la obra perfecta de la naturaleza, es hoy
el equilibrio, la propuesta necesaria, el futuro del país, la historia del
extraordinario esfuerzo que he pergeñado en seis días de la semana, digamos que
virtual.
El séptimo, o sea el que vivimos, lleva la magia
del número, la perfección del dígito que da forma a las religiones cristiana y
católica, por citar a dos de las más importantes: son siete los pecados
capitales, siete las virtudes teologales, siete los dones del espíritu santo,
siete el número de sacramentos, siete las frases pronunciadas en la cruz por
Jesús de Nazaret y siete las palabras del Nazareno crucificado.
La mujer es, pues, historia, amor, religión, fe,
vida, virtud y don.
Es el siete, la magia, lo eterno, la dicha o la
desventura. Depende.
Es la luz, el color, la creatividad, el heroísmo,
la inteligencia, el misterio.
Es la procreación.
En fin, es el Todo…