Por Manola Álvarez Sepúlveda
Permítaseme compartir la vivencia personal con el movimiento de1968,
experiencia que avala mi dicho.
En ese entonces era una joven recién titulada en las licenciaturas en
Ciencias Diplomáticas y en Derecho de la UNAM (las estudie simultáneamente, lo
aclaro por aquello de la edad: entonces tenía 27 años). Al día siguiente de mi
último examen profesional, primero de julio, empecé a impartir una cátedra en
la facultad de Ciencias políticas y Sociales. Fue en ese contexto que participé
en el movimiento estudiantil.
Inició el conflicto por el desacuerdo con motivo de un partido de fútbol
americano entre las vocacionales 2 y 5 del politécnico y una prepa de la
Universidad. Para pacificar a los estudiantes los granaderos intervinieron y
lanzaron un bazucazo contra la prepa
de San Ildefonso. Las protestas por esta acción represiva llevaron a los
jóvenes a salir para protestar en las calles.
Las marchas eran totalmente pacíficas. Nadie llevaba instrumento alguno que
pudiera usarse para agredir. Y cuando pasaba una ambulancia o un carro de
bomberos, la columna les permitía el paso, aunque regresaran con sus mangueras
a lanzar agua contra los manifestantes que corríamos con la intención de
ponernos a salvo. Nada qué ver con las marchas de ahora infiltradas por
delincuentes a sueldo.
La facultad de Ciencias Políticas se declaró en huelga y todos los días
había asambleas en las cuales se discutían los planes de acción. Como suele
ocurrir, las reuniones se convirtieron en una lucha por destacar en los
protagonismos personales —igual que en las sesiones del Congreso—. Por ello me
ausenté el 18 de septiembre, fecha en que el ejército entró a Ciudad Universitaria
llevándose detenidos a mis compañeros catedráticos.
Al día siguiente, indignados por la violación a la autonomía universitaria,
transitábamos por el Viaducto; conducía el vehículo mí hoy esposo Alejandro C.
Manjarrez: quedamos en medio de un convoy del ejército lo que desató la furia
del conductor militar quien a propósito chocó contra nosotros. Lo seguimos
hasta su destino (centro de la ciudad) para reclamar y, movidos por el interés
del momento, saber qué estaba pasando. La respuesta del chofer militar fue
contundente: si había alguna represalia en su contra tendríamos que atenernos a
las consecuencias. Aquel resultó un momento de gran indignación combinada con
el temor que proyecta la actitud de los soldados agresivos y armados. El oficial
del grupo se enteró que yo era hija de un general. No le importó porque,
quizás, sus órdenes fueron anteponer a cualquier razonamiento su invasión al
campus y edificios de la Universidad.
Dada la cercanía de las Olimpiadas, México estaba en la mirada de todo el
mundo. Muchos corresponsales extranjeros ya se habían acreditado en nuestro
país y seguían con atención el conflicto. También se estaba dando la lucha
soterrada por la sucesión presidencial. Y trataban de imponerse los intereses
tanto de los grupos de derecha como de izquierda.
Cuando se realizó el mitin en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco,
de repente se oyeron unos disparos contra el ejército, lo que desató el fuego
cruzado que cobró cientos de víctimas entre los jóvenes estudiantes. Ahí
estaban varios de mis alumnos de quienes nunca supimos si vivían o habían
muerto y sus cadáveres desaparecido.
Después de estos lamentables sucesos mucho se ha discutido sobre el origen
de esta agresión. En la situación política y mediática en que se encontraba
México, el menos interesado en cometer un acto de represión parecería ser el
gobierno. Algunos analistas sostienen que existían infiltrados que se
identificaban por un guante blanco —el llamado Batallón Olimpia— cuyos
integrantes detonaron el conflicto. ¿Quién los dirigió, y a quién convenía este
acto?
Dos años después de estos acontecimientos tuve la oportunidad de cuestionar
sobre el evento a Luis Echeverría, entonces Presidente electo.
Mi padre ya había fallecido. Mi madre y yo nos entrevistamos con el
entonces presidente Echeverría. La
reunión se llevó a cabo en su casa de Cuernavaca. Queríamos informarle de mi
interés en trabajar en el recién creado Consejo Nacional de Ciencia y
Tecnología. Por mi actitud entre agresiva y de reclamo supuse que ya no lo
lograría; sin embargo, ya siendo presidente, Luis Echeverría ordenó mi
incorporación.
Aquel presidente había sido un admirador de los constituyentes. Siempre los
atendió con cariño y respeto. Era su acompañante y anfitrión en sus giras
oficiales, desde que fue un empleado menor de la Secretaría de Gobernación
hasta que ocupó el máximo cargo de la República. En sus viajes a Querétaro, por
ejemplo, para celebrar los aniversarios de la Constitución, pude constatar cómo
los cuestionaba sobre su participación y motivos en el Constituyente. Lo hacía
con profunda empatía. Compartía con ellos la ideología nacionalista y
patriótica de los sobrevivientes que pertenecieron al grupo radical de
izquierda llamado Jacobino.
En la entrevista que comento arriba, con la imprudencia y el valor propios
de la juventud, le dije que en la UNAM era considerado como un asesino y que
las instalaciones estaban llenas de consignas en su contra por la represión al
movimiento del 68. Tuvo la deferencia de dedicarme mucho tiempo para explicar
su punto de vista en vez de ordenarme que nos retiráramos. Respondió que la
cercanía de las Olimpiadas se movieron los actores políticos que pretendían
obtener la candidatura a la presidencia de la República: actuaron los enviados
por el imperialismo norteamericano, especialmente la CIA. Los grupos
extremistas de izquierda se infiltraron en el Movimiento Estudiantil. Todo ello
para lograr el desprestigio del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y acabar con las
posibilidades de su candidatura. Eso dijo y además agregó que por ello se
realizó el ataque contra el ejército, haciendo parecer como que procedía de los
manifestantes y que al contestarlo en defensa de su integridad, lamentablemente
se dio el fuego cruzado que acabó con la vida de cientos de estudiantes.
Lograron lo primero, sobre todo cuando Díaz Ordaz aceptó la responsabilidad
de la acción por el ser jefe máximo del Ejército. No obstante, Echeverría fue
el candidato del PRI a la presidencia. Y ganó.
Los verdaderos motivos y actores intelectuales de esa
represión y de la presencia actual de los “anarquistas”, que seguramente ignoran
lo que significa el vocablo, tal vez no se conozcan nunca.
No obstante algunos investigadores han encontrado pruebas
de la intervención norteamericana para inventar el complot que mataría a Díaz
Ordaz, haciendo aparecer como responsables a actores internos. Esto no es imposible
ya que precisamente en mi tesis profesional de Ciencias Políticas, profundicé
en el tema sobre las intervenciones norteamericanas en México. E incluí en el
trabajo el Plan Green diseñado con el objetivo de invadir México y crear un
complot para asesinar al presidente Calles. Por cierto Echeverría me pidió el
estudio al día siguiente de nuestra conversación, tesis que años después se
convirtió en un libro (Espionaje y
contraespionaje en México).
En el CONACYT estuve a cargo de tramitar permisos a los
barcos e investigadores extranjeros para realizar estudios en México. Por
primera vez se les negaron cuando se presumía algún daño para nuestra soberanía.
Siempre encontré un gran apoyo en el presidente Luis Echeverría cuando tuve que
enfrentarme a los funcionarios de la Embajada de Estados Unidos.
Antes de que mi padre falleciera (a los 85 años)
manifestó a sus hijos y esposa que se iba tranquilo porque México sería
gobernado por un joven inteligente y patriota: Luis Echeverría Álvarez.
Como pueden ver, estimados lectores, aunque sea
políticamente incorrecto, es otro punto de vista, en algunos casos coincidente
y en otros divergente…