La historia se repite.
Ese es uno de los errores de la historia.
Charles Robert Darwin
Por Alejandro C. Manjarrez
Ahí, detrás de las rejas de la jaula, estaban calmos y
echados cuatro gorilas, tres hembras y un macho. Ocho ojos nos miraron con la
misma curiosidad con que nosotros vimos a ese grupo de simios. De repente el
macho empezó a moverse colgándose de los tubos de acero que lo separaban del
mundo de los humanos. Atraídos por la agilidad de aquel primate, nos acercamos
para disfrutar el espectáculo: la atractiva y enorme bestia parecía halagado
por la presencia de, según la teoría de Darwin, sus parientes racionales.
Tres minutos después de observar las machicuepas del orangután, cuando éste nos tuvo a su alcance, abrió
sus enormes manos al tiempo que las metía al agua del bebedero para aventar el
líquido con la intención de empaparnos. Nuestras risas y carrera se
confundieron con los gritos y brincos de los cuatro gorilas que a su manera
festejaban el haberse burlado de los seres que se les parecen, aunque para
ellos seamos un poco más feos.
En aquel inesperado evento quedamos emparejados monos y
humanos, ya que por un momento las dos especies estuvimos unidos por la
sensación de alegría, efecto producido gracias a la broma (o venganza) del
animal cuya poligamia, curiosamente, fue imitada e incluso adoptada por José
Smith, fundador de la religión mormona, perseguida primero y después aceptada e
incluso imitada: el gringo Mitt Romney es la prueba política de que el
mormonismo superó los malos tiempos.
Los
políticos y sus espejos
Lo que me ocurrió ese día en el Zoológico de Chapultepec de
la Ciudad de México, sucede con frecuencia entre nuestra especie que también tiene
sus clases y por ende sus ejemplares distintos. Diría Giacomo Rizzolatti —científico de la Universidad de Parma,
Italia— que semejante reacción se
debe a que las neuronas espejo nos
inducen a reconocer los actos ajenos como propios. O para trasladar la
definición científica a lo cotidiano, diremos que se produce lo que se denomina
empatía, o sea el “sentimiento de participación afectiva de una persona en
la realidad que afecta a otra”.
Jorge Volpi define el fenómeno de la siguiente manera: [1].
La
imitación, mecanismo esencial para nuestra supervivencia, se halla en la base
de ese extraño comportamiento, tantas veces vilipendiado o menospreciado, que
conocemos como empatía. Me meto en tu pellejo para averiguar si eres mi amigo o
enemigo, si me tenderás la mano o me clavarás un cuchillo en la espalda y, al
hacerlo, te conozco mejor —y de paso me conozco mejor a mí mismo—. El
inmenso poder de la ficción deriva de la actividad misma de las neuronas espejo
—y de ellas se desprende una idea todavía más amplia
y generosa, la humanidad.
No sé si los políticos son los changos de la alegoría que mencioné y me baso
en la experiencia con que inicio este comentario, o si nosotros los miramos a
través de los barrotes que ellos nos han colocado. De ahí que sea necesario preguntarnos:
¿Los políticos nos imitan?
¿Nosotros los sufridos ciudadanos comunes los imitamos?
¿Acaso es algo natural el sentimiento de participación que apunta Rizzonatti?
Sea lo que fuere es obvio
que quienes gobiernan han establecido su hegemonía, digamos que
sicológica-represiva. Tienen el poder
y lo ejercen a su libre albedrío valiéndose del control que, por ejemplo, les
permite dominar a los diputados (la mayoría) cuyas células espejo suelen ser mucho más fieles que las de nosotros, los
sufridos ciudadanos. Pero también resulta irrefutable que los gobernados
tenemos un mecanismo de defensa para proteger nuestra vida y dignidad de
cualquier atentado, incluido el que va en contra de la inteligencia. Sabemos
cuándo las acciones engendradas por la clase política responden a la necesidad
de diferenciarse de la manada. Lo
paradójico es que tal hato permitió o
los condujo para que llegaran al lugar que ocupan.
La ventaja está en el
número ya que somos más los gobernados. Por ello solemos darnos el lujo de observar
cómo abren sus enormes y poderosas manos para meterlas al bebedero y lanzar su
contenido sobre quienes los observamos. Nuestra primera reacción puede ser de
risa y gritos que cruzan los barrotes, en este caso los imaginarios. Pero como
todo abuso, a la larga la reincidencia llega a causar rechazo.
Hasta ese momento todo
sería paz, concordia y —repito el término— empatía. Lo malo aparece cuando esos gorilas (dicho sea como parte de la
metáfora, sin ánimo peyorativo) se exceden e insisten en sorprendernos (o incluso
asustarnos) al actuar como si fuesen parte de una especie distinta a nosotros,
sus víctimas vistas como descendientes jerárquicos u objetos electorales. Es
cuando la puerca tuerce el rabo y la interrelación cordial adquiere otro
acento: si tú eres cabrón nosotros también lo seremos. A poco no...
@replicaalex
*Tomado de mi libro La Puebla variopinta