Por Alejandro C. Manjarrez
Los niños son como el cemento fresco
Conseja popular
Lo vi
derrotado y somaticé su dolor. Pobre cabrón, me dije, su derrota política fue
estrepitosa. Merecida si partimos de que la soberbia le vendó los ojos. Pero
injusta porque el tipo tenía todo para trascender a la historia.
¿Qué le
pasó a este hombre cuya vida estuvo rodeada de dinero, sonrisas y lisonjas?
¿Por qué
equivocó la estrategia que debería llevarlo al máximo poder de México?
Hay varias
respuestas; sin embargo, solo me ciño a una, la que identifica a la mayoría de
los políticos fracasados: el tipo cometió el error que cual sombra oscureció el
último trecho de su vida pública: menospreció la función del mejor oficio del
mundo, como lo definió Gabriel García Márquez.
¡Ah, el
periodismo! Cuántas pendejadas se cometen en tu nombre y en tu contra.
En ello
reflexionaba cuando el canto de un pájaro rompió el silencio de la naturaleza,
sosiego paradójicamente ambientado por el ruido sordo del ajetreo de la vida que
el Ser superior diseñó para divertirse. ¿Y yo que hago aquí en medio de este
desbarajuste político y social?, me cuestioné inquieto por ser testigo de incidentes
que la buena ventura pone frente al periodista. Concluí que la casualidad forma
parte del destino que Alguien o Algo nos asigna para ser alguien o nadie.
¿Destino?
Sí,
destino, porque si el acaso, hado o determinación de la Providencia no hubiese intervenido,
el que esto escribe habría seguido el mismo camino (cito y parafraseo a Ricardo
Garibay y a Leon Bloy) de quienes viven sólo para seguir viviendo; los que del útero
pasan al sepulcro sin haber disfrutado de los apetitos de misterio que
enriquecen la vida; los que mueren sin dejar huellas que constaten su paso por
este mundo.
Gracias pues
a esa intervención que me libró de la insignificancia, tuve oportunidad de
meditar sobre la tragedia del gobernante que concluyó su carrera en el lodazal
del desprecio que él mismo construyó. Esto me permitió confirmar la ventaja de
ser enemigo de la corrupción y, por ende, crítico de sus promotores, los mismos
que trataron de aplastarme o, en el mejor de los casos, aislarme de la cosa pública
donde el absurdo forma parte de la veda u opacidad que intenta ocultar los
actos de corrupción, precisamente.
Digamos
que la buena ventura me permitió superar lo que siendo niño me puso frente al
umbral de la muerte. Lo demás resultó como un juego de poderes: el
políticamente efímero enfrentado al del destino, energías que se renuevan y
manifiestan en cada ser humano probándolo con dos tentaciones: aceptar la
fuerza que obliga a mantenerse comprometido con otras potestades, o conservar
la libertad del pensamiento crítico, activo, neutral y desde luego nocivo para
los déspotas ilustrados de estos tiempos donde los gobiernos apestan a
corrupción. Opté por la segunda, la de la libertad.
Alguien me
sugirió que me habían querido matar y por aquello de las dudas hice una
denuncia pública (carta abierta en El
Financiero). De lo que estoy seguro es que intentaron restarle fuerza a mi
pluma; que me espiaron con la idea de encontrar en mi vida algo que lastimara a
mi familia; que me mal informaron, auditaron y fui objeto de persecución fiscal
(ahí están los registros oficiales); que usaron amanuenses preparados en el
arte de la diatriba (en la hemeroteca se encuentran las pruebas); que compraron
individuos que me traicionaron, atacaron y atracaron. Tengo constancias que
acreditan mis asertos.
Pero la
estrategia del gobierno (varios) me sirvió para mejorar mi apreciación sobre la
verdad y sus peligros. También me permitió convertirme en un periodista producto
de la selección natural.
No es mi
interés, que conste, hablar de mí mismo. Pese a ello considero importante
mostrar al lector quién soy y cómo me inicié en el proceso de sobrevivencia que
todos, periodistas o no, hemos enfrentado en alguna etapa de nuestra vida. De
ahí los siguientes recuerdos que, como dice el epígrafe, se quedaron como las
huellas en el cemento fresco.
*Preámbulo de El periodista, confidencias del poder, libro listo para publicarse. Me lo prologa René Avilés Favila.