Por Alejandro C.
Manjarrez
Lo escrito por
Rosa Montero en el prólogo del libro Las
grandes entrevistas de la historia. (1),
me involucró con el género obligándome a atisbar para deducir cuáles eran las
características íntimas del entrevistado “explorando los extremos del ser e
intentado desentrañar el secreto del mundo”. Quizá no lo haya logrado del todo,
empero, creo haber obtenido las imágenes que pasado el tiempo me ayudaron a
construir el perfil público de varios de los académicos involucrados en la
conducción de la vida universitaria poblana.
Alfonso Vélez
Pliego, pie de cría de lo que hoy es la Buap, fue el primer rector que entrevisté. Lo percibí
como un líder de su generación. Su retórica dejaba ver el pensamiento de
avanzada generacional, ideología que solía tamizar con los retruécanos del
abogado culto y cuidadoso de sus palabras pero sin llegar al barroquismo común
en los ampulosos jurisconsultos poblanos. No obstante haber sido líder
comunista, Alfonso fue alejándose del dogma para dar a su pensamiento la
apertura ideológica que requieren los líderes sociales. No era un tipo cerrado
pues; por el contrario, obsequiaba a sus interlocutores con expresiones cultas
e inteligentes. Tenía la sensibilidad que se adquiere en la vida familiar
primero y que, más tarde, como fue su caso, se vigoriza con la lucha social
universitaria. Su retórica solía estar enriquecida con la cátedra del maestro
preocupado y además dispuesto a convencer tanto a sus alumnos como a los
adversarios en ideas. Fue discípulo y protegido de Luis Rivera Terrazas, el
rector que hizo de la Universidad la sede del conocimiento científico y, al
mismo tiempo, cabeza de playa del comunismo. Así, Alfonso Vélez Pliego se
transformó en maestro y guía de las generaciones que habrían de dirigir la vida
académica universitaria.
A Óscar Samuel
Malpica Uribe lo conocí cuando él acababa de llegar a la rectoría. Le interesó
mi amistad porque, dijo, había algún parentesco lejano surgido de la relación
entre su bisabuelo y doña Perfecta Manjarrez, ésta una mujer de gran influencia
en lo que fue el pujante Tochimilco, cuna del aguacate-padre que sirvió para
crear los injertos que dieron vida al hoy importante producto internacional. Conversamos
por primera vez en su despacho de la rectoría. Después del preámbulo familiar
con el cual buscaba mi empatía solidaria, Samuel me soltó una emotiva e
inesperada petición: “Ayúdame… Dime qué hacer para lograr la aceptación del
gobierno”. Es obvio que, además de estar económicamente bloqueado y por ende
pobre, Malpica estaba desesperado y había caído en el sospechosismo que lo empujó a los terrenos de la paranoia.
Desconfiaba de todos pues. Aquella “coincidencia familiar” y mi actividad
periodística le dieron la confianza para —lo admitió con cierta congoja— pedirme
consejos, circunstancia que sin habérmelo imaginado me convirtió en testigo del
que fue un complicado momento político universitario. De periodista pasé a ser
algo parecido al confidente-asesor que vio azorado cómo se movían los intereses
políticos y académicos. Al final del día esos intereses derrocaron y
encarcelaron al rector, acciones que en una apurada prospectiva las había
anticipado basándome en mis observaciones sobre el trabajo y la actividad extra
universitaria de algunos de sus personajes. El encarcelamiento y juicio de
Samuel me acercó aún más —como periodista, claro— a los quehaceres de la clase
política universitaria. Comprobé que el funcionario ético nunca dejó de serlo y
que el mañoso perfeccionó sus maniobras adoptando el estilo truculento de los
operadores que recibieron sendos diplomas firmados por el tesorero en
funciones. Todo ello condujo a la Universidad hacia la absurda paradoja
judicial: el honesto Malpica fue consignado por un inexistente delito de
peculado y mantenido en la cárcel por cierta juez que, gracias a sus argucias y
chicanas jurídicas, recibió como premio una magistratura.
A José Marún
Doger Corte lo conocí como activista universitario. Había abrevado la habilidad
política de sus maestros. Platicamos varias veces, él —supongo— con la
intención de obtener información del periodista inmerso en algún reportaje, y
yo interesado en conocer los intríngulis de la vida universitaria. Siempre se
comportó con la cautela de quienes temen a la infidencia o, en el peor de los
casos, a la traición. Lo comentado en esos encuentros giró en torno a la
información común. Esas breves coincidencias, llamémosle cafeteras, me lo
mostraron como un alumno fiel al estilo de su maestro y guía Alfonso Vélez
Pliego, a quien sirvió como su cercano colaborador. Años después se hizo por
primera vez candidato a la rectoría, contienda que por cierto perdió frente a
Óscar Samuel Malpíca Uribe. Después continué observándolo en su labor y como
parte del grupo que buscaba desestabilizar al rectorado de Malpica a quien
consideraron incompetente para el cargo de rector, no obstante que Samuel había
logrado el respaldo estudiantil. Entre estas disputas aparecía Luis Ortega Morales,
guía político de Malpíca y adversario histórico del grupo encabezado por
Alfonso Vélez Pliego, éste y aquél recipiendarios de la confianza y apoyo de
Luis Rivera Terrazas. Una vez en funciones de rector, cargo al cual llegó en su
segundo intento, Doger Corte tuvo la suerte de contar con el visto bueno del
gobierno estatal, incluido el impulso oficial que mediante el Proyecto Fénix se
le dio a la vida académica universitaria: Manuel Bartlett Díaz era gobernador.
Fue en este periodo cuando la formación política de José Marún se consolidó.
Supongo que el mandatario le dijo: hay que sacar adelante a la Universidad
aunque para ello tengamos que incentivar la economía personal de los
liderazgos. Esto lo menciono porque fue el propio Bartlett quien me lo manifestó
con las siguientes palabras que repito de memoria. “Quiero hacer de la buap
la mejor universidad de México aunque para ello la autoridad tenga que
pervertir a los jefes de línea.
A Enrique Doger
Guerrero lo traté hasta que se ubicó en la rectoría. Antes me habían hecho
llegar algunos testimonios sobre su vida universitaria. Uno de ellos la escuché
precisamente en voz de José, su primo e impulsor: Pepe se quejaba porque su
pariente se había ido por la libre haciendo tratos ajenos al compromiso pactado,
obvio, bajo las presiones de la sucesión. Uno de ellos: la suspensión de pagos
a proveedores cuyos contratos estaban sin concluir. Desde la primera vez que lo
entrevisté, Enrique Doger mostró su habilidad para combinar la espontaneidad
con la inteligencia académica y la cultura. Comprobé que el tipo tenía un buen
bagaje universitario. De ahí que no le costara trabajo desligarse del primo.
Borró sus huellas pues. Hubo desencuentros claro, sin embargo, Doger Guerrero
supo aprovechar la inercia natural. Cambió el estilo apoyándose en el equipo de
trabajo que habría de acompañarlo durante su doble rectorado, actividades que
lo lanzaron al mundo de la política electoral. En ese nuevo giro se perdió su
pasado comunista como ocurrió con casi todos los universitarios de su
generación. Este llamémosle vuelco ideológico le ayudó a convertirse en un
priista distinguido. Dejó trunco el segundo periodo en la rectoría porque
renunció al cargo para lanzarse como candidato a presidente municipal de Puebla
capital, contando, obvio, con la ayuda y simpatía del gobernador Melquiades
Morales Flores. Eran días en que el mandatario tenía que compensar la creciente
presencia de Rafael Moreno Valle, su influyente secretario cuyo proyecto
personal llegó a convertirlo en el peor enemigo de los priistas tradicionales,
militantes cuya fuerza y actividad se basaba en las viejas prácticas, muchas de
ellas sustentadas en la corrupción política-electoral. Es obvio que Enrique
Doger se dio cuenta de la oportunidad para insertarse en algo que apuntaba a
ser el nuevo pri. De ahí que pusiera en acción sus habilidades
para la seducción política y que no tardara en transformarse en una recurrente
referencia mediática, circunstancia que metió de lleno a la Universidad en el
ámbito de la política estatal.
Estaba listo el
ambiente para recibir a un rector ideológica y políticamente nutrido por las
experiencias de sus compañeros, unos líderes, como Alfonso Vélez Pliego, y
otros dueños del pragmatismo que les permitió treparse —valga la alegoría
melquiadista— al camión de las calabazas que se acomodaron en cada brinco y
movimiento brusco. El terreno había sido arado para sembrar cualquier semilla.
Y en esos surcos Enrique Agüera Ibáñez plantó la simiente que produjo los
frutos de una cultura digamos que expansiva.
La primera imagen
de Agüera grabada en mi hipotálamo fue la del aspirante a la rectoría que
caminaba por el campus enyesado debido al percance que sufrió cuando su caballo
lo mando al suelo. Así, con esas férulas que le restaban movilidad, llegaba a
cumplir con su compromiso laboral universitario. Antes de ese accidente equino
lo encontré en algunos de los comercios que expenden música grabada. Atisbé los
discos que había colocado frente al encargado de la caja y llamó mi atención la
variedad de estilos musicales. Yo andaba en las mismas porque entonces conducía
el programa de radio La hora de la cita
en cuyo formato incluía usar la música para incentivar la curiosidad política
de la audiencia. Sin olvidar esas dos imágenes presencié su toma de protesta
como rector interino primero y meses después como rector electo por la
comunidad universitaria. Ya estaba recuperado del contratiempo ecuestre, sin
embargo, yo seguía recordándolo con parte del cuerpo atrapado entre las férulas
y moviéndose al ritmo del jazz que recordaban la cadencia musical de John
Coltrane o Miles Davis. No trascurrió mucho tiempo para que Agüera decidiera
cambiar la dinámica de la Benemérita. Entre otras obras construyó la
infraestructura que el tiempo transformó en la cabeza de playa de la cultura en
Puebla. Me refiero al Complejo Cultural Universitario…
Hasta aquí parte de lo escrito en mi libro sobre la Universidad
Autónoma de Puebla (Puebla, el legado).
En la próxima entrega les platicaré cómo Alfonso Esparza Ortiz se encontró con la
mesa puesta, cargada de cultura.
@replicaalex
[1] Silvester
Christopher. Las grandes entrevistas de
la historia. Ed. El País/Aguilar,
España, 2001