Por Alejandro C. Manjarrez
“Te habla el
gobernador. Ponte lista porque ésta es tu oportunidad”, dijo el jefe de
ayudantes a Alexandra, una de las bellas y bien torneadas edecanes de la Casa
de Gobierno.
La dama
entró al despacho con la idea de disimular su nerviosismo. Sabía que de sus
reacciones dependería su futuro. Había sido alertada por sus compañeras que,
antes que ella, pasaron por ese momento. Una le dijo a manera de consejo que
ojalá saliera del privado del gobernador con una pulsera en la muñeca. “Es
parte del premio, Sandi”, machacó la amiga mostrándole la que traía puesta.
— ¡Adelante Alexandra! —espetó el poderoso político.
Sorprendida
por el tono de voz, la mujer entró al despacho trastabillando y acordándose de
las consignas de su padre. “¡Cuídate de ese garañón!”, le había dicho. Antes de
acercarse al escritorio del mandatario analizó el entorno que olía a poder. El
gobernador hurgaba en los papeles que tenía sobre el enorme escritorio de
caoba. Alexandra notó que la había mirado ocultándose entre los documentos. Se
sintió descubierta, y no tuvo de otra mas que romper el silencio: tomó aire y
preguntó:
— ¿Me mandó llamar, señor Gobernador?
—Sí,
sí. Ven, acércate. ¿No fumas, verdad? Bueno entonces enciende mi cigarro por
favor. Ahí están los cerillos… de madera como debe de ser.
El tipo
disparó preguntas y respuestas sin tomar aire. Después se puso el pitillo en
los labios para adoptar una posición rayana en el ridículo. La sonrisa
complaciente de la edecán ocultó sus pensamientos: “Qué ridículo señor… Lo que
hace el poder…”
—Te
voy a preguntar algo importante y me contestas con sinceridad, ¿está claro? —Amenazó el mandatario expeliendo
una densa bocanada de humo que cayó en la cubierta del escritorio—. No quiero que me mientas. Sé
sincera: primero dime si estás consciente de tu belleza física…
—Mis padres, mis amigos y mis hermanos dicen que
soy bonita. Se dejan llevar por el corazón. De esto es de lo que estoy
consciente…
—Pasaste la primera prueba. Ahora contéstame
directo, sin vueltas semánticas: ¿te atraigo como hombre?
Alexandra
dio un paso atrás. Miró la pulcra vestimenta del “Jefe”, como todos le
llamaban. Aspiró profundo y en seguida habló marcando cada una de sus frases:
—Desde
que lo conocí, Señor, me pareció usted un caballero con mucha personalidad.
Respetable por el cargo que ejerce… Claro que es atractivo. Quién no lo es
cuando está en el poder. Al pueblo le gusta su forma de hablar. Genera Usted
confianza y seguridad. Es un buen gobernador. Y yo, Señor, con todo respeto,
sólo soy la parte del pueblo que se cohíbe ante el poder. Eso es lo que
percibo: el poder que Usted representa.
El hombre se
quedó extrañado porque no esperaba esa respuesta de su empleada. Así que fue
más directo:
—Pero
eres la parte hermosa del pueblo, mujer. ¿Qué acaso tus compañeras no te
explicaron lo de la pulsera de brillantes?
—Algo
me dijo Juanita. Me parece un premio justo siempre y cuando exista el acuerdo
de la otra parte. —En
ese momento Alexandra sintió que había cometido un error y para frenar
cualquier acción o frase comprometedora, sacó la carta que llevaba preparada
para “las emergencias”, como lo había planeado horas antes de acceder al
despacho del gobernante—. Señor, como no quiero que se me olvide, debo decirle que mi padre me
encargó que lo saludara y le preguntara sobre la gira del Presidente: si ya
recibió usted el programa que propone el sindicato. Lo de la visita a las
fábricas, señor.
— ¿Tu padre… quién es tu padre? —cuestionó el gobernante con una
mueca de desagrado.
—Juan
Nepomuceno Guadalupe Rojas.
— ¡Ah caray! Entonces eres hija de nuestro líder —dijo el
gobernador abriendo los ojos y arqueando las cejas tal y como acostumbraba
cuando cometía un error—.
Ya te puedes retirar, niña. Dile a tu señor papá que le llamaré en cuanto me
confirmen lo de la gira presidencial. Ah, también coméntale que espero que
cuando menos junte unos veinte mil trabajadores.
La joven dio
la media vuelta y se retiró. La perfección de sus glúteos atrajo la mirada
libidinosa del “Jefe”. Éste suspiró acariciando con la yema de sus dedos la
pulsera que había preparado. “Otra que se me va…”, se dijo.
Como si
adivinara lo que había pensado el gobernador. Alexandra sonrió satisfecha del
final de su encuentro con el poder. Y empezó a disfrutar las expresiones de
sorpresa de sus compañeras cuando la escucharan decirles que no había aceptado
el premio a los favores sexuales.
Pasaron los
años y algunas de las compañeras de Alexandra obtuvieron cargos de elección
popular. Ella se convirtió en periodista, la más informada y, por ende,
poderosa, quizá porque tenía muchas historias qué contar…
Nota:
He
omitido los nombres del gobernador y su edecán. Mi intención es cuidar el
“prestigio” de uno y la fama de la otra. Con este mismo fin cambié la verdadera
ubicación laboral de ella. Sin embargo, lo importante es que en este caso la
historia-cuento o el cuento-historia, como le guste al lector, forma parte de
la realidad que, entre otras de las damas del pasado (siglos xvii, xviii
y xix), también protagonizaron
Ninón de Lenclós, La Güera Rodríguez y Lola Montes, por volver a citar a estas
féminas, digamos que históricas. La diferencia está en que ninguna de las
populares mujeres que refiero, pudo ser legisladora o ejercer abiertamente el
poder político (lo manejaban sí, pero debajo de las sábanas).
¿Cuántas
cultivaron el arte de la seducción para convencer a los poderosos?
Es
difícil saberlo debido a la discreción con que se llevan a cabo ese tipo de
relaciones. No obstante, podemos establecer —con un ligero margen de error
claro—, que de cada diez mujeres que logran posiciones políticas importantes,
siete u ocho lo hacen valiéndose de su talento, cultura, inteligencia y
preparación. El resto, tal vez, se aprovecha de las “armas” del amor o, por qué
no, haciendo suyo el retruécano: “He de llegar al poder acuésteme lo que me
acueste”. Y vaya que muchas logran ese personalísimo objetivo porque, como
diría el poeta Netzahualcóyotl, despiden el enervante perfume de las flores.