Por Alejandro C. Manjarrez
Según dicho de los cronistas
urbanos de hace cuatro décadas o más, en la ciudad de Puebla “soltaban al león”
en cuanto oscurecía. Las sombras de la noche ocultaban al transeúnte ocasional.
Entonces la actividad estaba
sujeta a rigurosos horarios laborales que iniciaban a las once de la mañana y
suspendían sus actividades a las 13:30 horas para, una vez rendido el homenaje
a san Pascual Bailón, volver al trabajo a eso de las cuatro de la tarde. La
faena laboral concluía poco antes de las veinte horas.
Aquella soledad inducía a pensar
en las leyendas que aderezan vida, milagros y tradiciones de la recoleta y antigua
ciudad, donde el silencio del alba solía romperse con el desgarrador grito de
¡aguas..!; sí, me refiero a la voz que anticipaba la lluvia del líquido amarillo que caía en el empedrado y, a veces,
escurría hacia la acequia captadora de esas miasmas. Las aguas broncas de los
aluviones de mayo, los aguaceros veraniegos y la limpieza de las banquetas a
cargo de ciudadanos responsables, atemperaban el irritante y desagradable tufo
a orines humanos.
La noche solía iluminarse con
los rostros alegres unos y taciturnos otros, todos ellos alumbrados por los
tímidos haces de luz surgidos de las farolas de aguarrás que formaron la primera
iluminación pública (1723).
A mediados del siglo xx, detrás las columnas de los portales
de la ciudad capital, ocurrió lo que para la conventual Puebla fue una
interesante mutación social: los parroquianos tradicionales dejaban el espacio
a los noctámbulos que acudían a beber y, entre copa, chisme y trago, echarse un
taco de ojo mirando los sugerentes cuerpos de las mujeres tímidamente protegidas
por el manto nocturno. Ellas ofrecían sus servicios sexuales a quienes buscaban
una riesgosa aventura o simplemente querían saciar los apetitos de la carne. De
vez en cuando esos parroquianos comentaban sorprendidos la presencia de algún
político o comerciante deseoso de confirmar su masculinidad: que el alcalde,
que el diputado, que el empresario de medio pelo, que el funcionario municipal
presto a ejercer algo parecido al derecho de pernada, que el mercader agobiado
por las deudas impagables, en fin... Empezaban a dejarse ver los travestis que
buscaban pareja.
No había un programa cultural que
respondiera a la demanda silenciosa de la época. Ante esta carencia, un pequeño
y culto sector de la sociedad angelopolitana invirtió parte de su peculio en la
contratación de grupos musicales de fama internacional y otras de las
manifestaciones artísticas; el Ballet Bolshoi, por ejemplo. “Puebla Ciudad
Musical” se llamó aquella organización civil cuya creación de alguna manera hizo
suyas las propuestas culturales de la Junta de Mejoramiento Moral, Cívico y
Material de Puebla, el organismo de carácter privado cuya membresía tuvo a bien
arrogarse algunas de las funciones jurídicas del municipio, entre ellas el usufructo
de cierto porcentaje de los impuestos que por ley correspondían al ayuntamiento
de la capital del estado. Nos cuenta el investigador Andrew Paxman[1], que al financiar la
creación de la Junta mencionada, el comerciante norteamericano William Jenkins
volvía a demostrar que él era la éminence
grise; un personaje cuyo poder y nombre evocaban “el oscuro arte
titiritero”, condición ésta en la que el conocimiento cultural brillaba por su
ausencia.
Los espacios cinematográficos,
otrora propiedad de Gabriel Alarcón y Manuel Espinosa Yglesias, exhibían los
filmes de la llamada época de oro del cine nacional y una que otra película
musical hollywoodense. Habían pasado algunos años del día en que se cometió el
crimen de Jesús Cienfuegos, dueño de varias salas y, en consecuencia,
competidor de los empresarios cuya visión los proyectó hasta el jet set del dinero. Fue uno de tantos
crímenes cuya autoría quedó a salvo gracias a las componendas negociadas por el
gobierno de la época.
Medité sobre lo que acaba usted
de leer después de atestiguar algo parecido a una manifestación del pueblo
atraído por la cultura: cientos de personas recorrían animados los espacios lúdicos
del Complejo Cultural Universitario (ccu).
¿Qué pasó aquí?, me pregunté. ¿Cuándo y cómo ocurrió este cambio tan
espontáneo? Estos mis cuestionamientos me indujeron a precisar las razones de
la transformación o, mejor dicho, el encuentro popular imbuido de un inusitado
y democrático interés cultural: había que buscar cuándo y cómo se manifestaron
los antecedentes de ese milagro
social…
De ello trata este libro. Su
concepción obedece al interés periodístico sobre las razones históricas del cambio
que me motivó a tratar de encontrar la llave que pudo abrir la chapa de la
puerta que permitía acceder al cuarto donde permanecieron confinadas las
tradiciones populares y muchas de las expresiones culturales. Comprobé que
aquel imaginario postigo se encontraba oxidado debido a la humedad que produjo
el agua acarreada por algunos gobernantes deseosos de nutrir su molino personal,
espacio donde reina la corrupción.
Entremos pues al contenido de
este libro que busca exponer cómo fue construyéndose el eje de la expansión
cultural en Puebla. Muestro algunos destellos de los intríngulis universitarios
y políticos. Destaco los porqués de la trascendencia del citado Complejo que,
como lo veremos adelante, se transformó en el polo de atracción y difusión de
la cultura, además de modelo para otras universidades y, en consecuencia,
acicate cultural de varios gobiernos.
Respetado lector:
Tómense estas líneas como una
provocación cultural. Habrá sin lugar a dudas investigadores, científicos o
expertos en semiótica que, aparte de sus pruebas documentales, paradigmáticas,
podrían animarse a usar la lógica con el fin interpretar y descubrir aquello
que nos ha legado la cultura de Puebla. Mientras esto ocurre, me he valido del
descernimiento iluminado por —valga la metáfora— los destellos de las “farolas
de aguarrás” cuyas luces nos muestran la puerta del espacio aquel donde —lo
dijo Jules de Gaultier—
se detiene la ciencia para dar paso a la imaginación.
*Presentación del libro en proceso de impresión
Imaginar el
pasado, recordar el futuro*
…Se puede decir con cierta facilidad
cuándo comenzó algo. Es mucho más difícil entender cuándo se originó algo.
Yo quisiera poseer la convicción o la
clarividencia necesarias para definir el origen de México, para ponerle fecha
precisa a nuestro país, pero siempre me encuentro con numerosas dudas que se
vuelven preguntas:
¿Empezó México cuando creció en su suelo
la primera planta de maíz?
¿O aquella noche en que los dioses se
reunieron en Teotihuacán y decidieron crear al mundo?
¿Comenzamos con la agricultura, o con el
mito?
¿Con el hambre de la palabra, o con la
palabra del hombre?
¿Quién dijo, en México, la primera
palabra?
¿Hubo siquiera una primera palabra, o
bastó escuchar el rumor desarticulado, el ladrido del perro, el trino del ave,
la oración sufriente, para convocar un mundo?
Y algo más: ¿Nació México aislada,
singularmente, o somos, desde un principio, origen y destino de vastas
migraciones, hermanados con el resto del mundo por los pies de muchos
caminantes?[2]