Si viviéramos realmente el Universo,
tal vez lo entenderíamos.
Jorge Luis Borges
Por
Alejandro C. Manjarrez
Dijo
Beethoven: Qué somos cuando nos comparamos con el Universo…
El
extraordinario músico tenía cierta razón en su duda si partimos de que en
aquellos entonces su generación vivía en un mundo ajeno a la ciencia de nuestro
tiempo. Hoy es distinto porque podemos asegurar que los seres humanos somos un
universo o, para ser modestos, el gran microcosmos constituido por células que
en esencia tienen el mismo origen o mensaje estelar del Universo.
Carl
Sagan supuso que habría algo así como 100 mil millones de galaxias y 10 mil
millones de estrellas. Vertió tal suposición cuando el planeta estaba poblado
por 6 mil millones de habitantes. Hoy hay más de siete mil millones de seres humanos
en la Tierra y, diría el filósofo del pueblo, la mata sigue dando.
Cada uno
de esos miles de millones de seres humanos tiene en su cerebro 100 mil millones
de neuronas e, igual que el Cosmos, una intensa actividad en el cuerpo,
dinamismo impulsado por 37 billones de células, partículas que se renuevan constantemente
para mantener vivo su hábitat. Esto además de luchar contra los 100 billones de
microbios que se introducen en el cuerpo. Y aún más: mientras combaten a los
agresores del organismo, nuestras células se alimentan, reproducen, comunican
entre sí y obtienen la energía y los nutrientes que les permiten dotar de vida
al cuerpo humano. El cerebro, las neuronas, se encargan de regular la función
del organismo para que las células trabajen en sintonía y cumplan la función de
mantenernos vivos.
Pero no todo es miel sobre
hojuelas, que conste. En el cuerpo humano ocurre lo mismo que en el Universo
cuya constante es el crecimiento que suele culminar en el renuevo. La
diferencia está en que, comparándola con el Cosmos, la vida de los humanos es
efímera; un micro instante del tiempo concedido por —dirían los masones— el
Gran Arquitecto del Universo.
Ese Gran Arquitecto o energía
celestial o Dios o imaginación o fuerza espiritual o naturaleza o fe o armonía
neuronal, ha hecho que los seres humanos concilien su pensamiento mágico con la
realidad manifiesta en su mortalidad. Por ello, de manera consciente o casual, todos
buscamos lograr la concordancia del cuerpo con el cerebro para que nuestra vida
funcione como, valga la metáfora, cualquiera de los conciertos compuestos por
Beethoven, el músico que a falta de oído usó la imaginación. Y como todos
sabemos, la agudeza, sensibilidad y armonía cerebral de éste y otros genios fue
resultado de la correlación dinámica y creativa de sus neuronas.
¿Por qué la genialidad no
es tan común como la actividad y cambios del Universo?
Me atrevo a responder:
porque aquel infinito está controlado por la energía de sus propias estrellas,
fuerza que podría ser regulada, ordenada y distribuida conforme a los dictados
de una omnipotencia cuya definición humana gira en torno a lo esotérico. En el
caso de los genios la creatividad es uno de los efectos de una sinapsis
neuronal cuya eficacia depende de la coincidencia del o los objetivos
programados por el cerebro, unidad que, supongo, responde a los sentimientos o a
la espiritualidad de cada individuo. O a las dos causas.
Retomo pues lo del genial
Beethoven para la siguiente metáfora:
El cerebro humano primero
compone la música que ahí está latente en las neuronas que captan los sonidos
del Cosmos y la Naturaleza, energía enriquecida por la herencia genética del ADN. Después de diseñar la armonía y
plasmarla en el pentagrama (mapa cerebral), el cerebro realiza los arreglos que
habrán de formar la sinfonía de la vida, acordes que distribuye en las
distintas particelle cuyas notas
forman la música del gran concierto. Una vez consolidada la obra, su
realización o interpretación dependerá de la capacidad del creador de esa
maravilla constituida por los sonidos, las acciones y las imágenes que él mismo
unió y dirige.
Ese extraordinario
fenómeno humano ocurre dentro del organismo de hombres y mujeres. Sin embargo,
a pesar de ello lo común es que formemos parte de una lamentable paradoja. Esto
porque no obstante que la vida es conducida por la unión de las neuronas, muchos
prefieren ignorar el hecho e incluso hasta despreciar la oportunidad de convertirse
en directores de su propio concierto. Omiten que a partir de la energía que
produce el cerebro podemos encontrar la armonía de nuestro organismo con el
medio ambiente que nos rodea y las creencias que convoca la magia que, cual
alquimia de hechicero, se compone en el cazo
llamado cerebro.
La incuria mencionada tiene
dos causales, mismas que atribuyo al nivel intelectual, ya sea un alto IQ o la
llamémosle ignorancia supina. En el primer caso, la inteligencia combinada con
el conocimiento suele derivar en soberbia, estado de ánimo que aleja al ser
humano de la fe. Por otra parte está la rudeza intelectual cuya oscuridad
obstruye el entendimiento científico. Ambas condiciones muestran la maravilla
del poder cerebral que replica la energía del Universo. De ahí que esa luz
deslumbre a los poseedores de un coeficiente intelectual elevado y asuste a
quienes por convicción, intuición o imitación prefieren permanecer en la
oscuridad, en el hoyo negro. Hay términos medios, claro, y ahí entran aquellos
cuyo empeño se centra en eludir las tinieblas acogiéndose a la luz de la
inteligencia.
Albert Einstein, el
matemático excepcional, usó su genialidad para hablar del tema alejándose del
escepticismo común en los hombres de ciencia. Dijo el sabio:
…Me siento
satisfecho con el misterio de la eternidad de la vida y con un atisbo de la
estructura maravillosa del mundo existente, junto con el resuelto afán de
comprender una parte, por pequeña que sea, de la Razón que se manifiesta en la
naturaleza.
En
efecto, la Razón de la naturaleza se manifiesta con la contundencia que
observamos en, verbigracia, la “divina proporción”, fenómeno comprobable con
las matemáticas (número áureo). Y también en la perfección lograda por los
constructores del Partenón, por citar uno de los edificios que observan la
sucesión de Fibonacci.
Acojámonos pues a esa
“divina proporción”, y a la energía de nuestro universo personal, y a nuestra
fuerza interior (fe), y a las maravillas de nuestro cosmos, y a la concordancia
dinámica y creativa de nuestras neuronas, y a la sorprendente música
constituida por los sonidos, acciones e imágenes que forman nuestras 100 mil
millones de neuronas. De lograrlo podremos convertirnos en directores de nuestro
destino para, impulsados por la propia energía interna que producimos, eliminar
lo que nos afecta debido al descontrol del organismo, males que la Organización
Mundial de la Salud define como desviaciones del estado fisiológico,
alteraciones cuyas causas en general son conocidas y por ende previsibles.
Habrá que hacerlo. Lo peor que puede pasarnos es que, como energía o átomos cosmogónicos
que somos, regresemos a formar parte de una de las dimensiones del Universo.
Nunca se muere en el intento. Al contrario.
@replicaalex