Por Alejandro C. Manjarrez
El mutismo de los secretarios del gobierno de Puebla, me
recuerda a los matrimonios desajustados donde el marido ordena a la esposa que
calle, que no opine, que se mantenga al margen de las conversaciones fuera del
hogar. Teme que al abrir la boca la señora cometa una indiscreción y revele
desde los asuntos sin importancia hasta alguno de los secretos conyugales.
"Cierra la boca mujer. El único que puede hablar soy yo. Tú dedícate a
limpiar la casa y no abras la boca a menos de que yo te lo ordene o te lo permita".
La diferencia en esta analogía estriba en que los
miembros del gabinete poblano tienen un interlocutor para que éste diga a la
sociedad lo que ellos no deben decir. Se llama vocero del gobernador. Claro que
hay una excepción, la que rompe la regla: el secretario general de Gobierno. La
ley que regula al poder Ejecutivo establece que este funcionario es quien suple
al mandatario siempre y cuando el gobernador se ausente del cargo y vía oficio
le delegue sus facultades. Cosas de trámite para taparle el ojo al macho.
La verdad es que ni falta hace escuchar a quienes parecen
haber perdido su libertad para manifestar lo que piensan. Sabemos que operan,
valga el símil, igual que los muñecos de ventrílocuo. O para no usar esa figura
que puede interpretarse como peyorativa, diré que actúan de acuerdo al papel
que aceptaron interpretar.
Lo curioso es que en Puebla nunca antes había ocurrido
este llamémosle fenómeno político. Igual de extraño resulta el hecho de que,
gracias al mutismo de quienes cobran como colaboradores del titular del poder
Ejecutivo, en la entidad no se escuchen otros tronidos de chicharrones
distintos a los de Rafael Moreno Valle Rosas.
¿Está mal?
No, si tomamos en cuenta el alto perfil de quien es
presidente de la Conferencia Nacional de Gobernadores. Y sí, si partimos de que
el gobierno (el que sea) debe manejarse bajo un esquema parecido al de los
grandes consorcios o holdings: por objetivos y áreas de responsabilidad. De
otra forma, la carga de trabajo puede afectar a quien hace las veces (pido
perdón por la reincidencia y abuso en las analogías) del titiritero que mueve
los hilos y presta su voz y emociones a sus marionetas.
Lo malo o bueno, usted dirá, es que los gobernados ya nos
acostumbramos a observar y escuchar a la estrella de este escenario casi
republicano (el casi es por el sometimiento que ha demostrado y comprobado el
poder Legislativo). No imagino lo que ocurriría si alguno de los secretarios se
atreviera a demostrarnos que es capaz de aportar a su función pública las experiencias
que, con base en el diálogo con la sociedad, pudiera aplicar en su dependencia
para mejorar su funcionamiento y quitar preocupaciones a su jefe que, insisto,
lleva sobre sus hombros el terrible peso de pensar, actuar y hablar por todos
aquellos que conforman su estructura gubernamental.
¿Exagero?
Yo creo que no porque después de revisar la prensa
escrita y electrónica no encuentro la constante que establezca que en la
orquesta morenovallista, aparte de Luis Maldonado Venegas, hay primeros atriles
que bien podrían participar como solistas en el gran concierto gubernamental.
Lo único visible, reitero, es el súper director y dueño de la batuta y de la
orquesta quien, además de intérprete de los instrumentos (todos), también es el
autor de la partitura y sus particelle.
¿Levantó la ceja porque se le vino a la cabeza el nombre
del contralor?
Bueno, él también participa en la sinfónica pero dándole
mazazos a los timbales, precisamente cuando Rafa (como le dicen sus cuates) así
se lo indica siguiendo las notas del pentagrama que él mismo compuso.
El problema, argumentaría cualquier exegeta de políticas
públicas, es que la sociedad (mandantes, dice la ley) que los mira y escucha
produce el dinero para que estos músicos y su director toquen el son del pueblo, no así la elegía musical compuesta para alegrar a su autor, o sea el
mandatario del estado de Puebla. Digo.
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