Por
Alejandro C. Manjarrez
Carmen
Serdán estuvo muerta durante varias horas.
Tenía
dieciséis años cuando conoció el inframundo y regresó a la vida. Ese día su
madre la encontró tendida en la cama con el brazo izquierdo caído sobre el piso
de duela. La vio plácida. Estaba excepcionalmente hermosa. Daba la impresión de
haber entrado al sueño que por ser eterno se llama muerte. Su insólita y
acentuada hermosura en el rostro proyectaba una luz especial. De repente, sin
saber la causa, la señora Alatriste supo lo que había ocurrido; aspiró profundo
para poder gritar las palabras que se agolparon en su mente:
—
¡Mi hija está viva!
La
breve soflama de María del Carmen Alatriste devolvió la esperanza a los
integrantes y amigos de la familia Serdán; reverberó en el interior de la casa
como si fuesen ecos de los truenos que presagian tormenta. Todos corrieron
hacia donde estaba la joven declarada muerta por un médico mediocre,
diagnóstico que en instantes se transformó en el chisme que recorrió las calles
de Puebla: “Se murió la señorita Carmen Serdán”, fue la noticia que llegó hasta
los oídos de Luis Cabrera Lobato.
Luis
echó a correr rumbo al domicilio de la familia Serdán. Iba desesperado. Su
corazón parecía explotar. Imaginó la sonrisa de Carmen e incluso la escuchó
decir las palabras que había articulado para responder a uno de sus requiebros:
“Es usted muy exagerado Luis. Aprecio en lo que vale su amistad”. “Sólo es un
chisme —dijo para sí—. Ella tiene que estar viva. Su madre no la dejaría
morir”, pensó acogiéndose a la esperanza que suele acompañar al pensamiento
mágico.
El viaje al inframundo
Carmen
pudo percibir el movimiento y la preocupación de su agitado hogar. Quiso
ponerse de pie pero la catalepsia le impidió moverse. No logró abrir los ojos.
Estaba paralizada. Le asustó sentir que volaba entre los nubarrones de un mundo
desconocido. En ese estado de semiinconsciencia ingresó a un túnel negro.
Percibió pequeños brillos y sintió que chocaba con algunos objetos animados o
ectoplasmas o luces o formas que se cruzaron en su camino. Algo o alguien
parecían empeñados en conducirla hacia esa extraordinaria experiencia. Seguía
sin controlar sus movimientos cuando descubrió la intensa luz que le mostraba
la salida de aquella enorme y a la vez estrecha oquedad. Hizo el intento de
avanzar hacia el resplandor pero una extraña y poderosa fuerza se lo impidió.
Ya no pudo volar ni caminar ni moverse. Tuvo la sensación de que su cuerpo
había sido aprisionado por la fuerza de muchas manos, unas jalándola hacia la
oscuridad de la vida, y otras empujándola hacia el brillo de la muerte.
Carmen
dejó de luchar. Decidió esperar a que esa fuerza sobrenatural tomara la
decisión final, sentencia que ignoraba. Fue en aquel momento cuando cesó la
tensión de esas manos que la habían asido transmitiéndole algunas visiones
sobre su propio futuro. Se vio a sí misma vestida de blanco y subida en la nube
desde la cual arengaba al pueblo: “¡Ya no vivan de rodillas!”, les gritaba
frenética mientras blandía el rifle que llevaba en la diestra. Cesó su
entusiasmo al notar que en su vestido aparecía un rosetón rojo. Asustada, tocándose
el orificio del hombro por donde brotaba la sangre que produjo aquella
creciente mancha, miró a su alrededor y entre los cadáveres pudo distinguir a
sus hermanos Máximo y Aquiles, este último soportando el cuerpo inerte de un
hombre llamado Francisco I. Madero.
La resurrección
Luis
Cabrera entró a la casa buscando a la señora Alatriste cuya estatura y
cabellera negra resaltaban de entre las decenas de amigos y familiares que la
acompañaban.
—Doña
María, ¿dónde está su hija? —preguntó con la angustia reflejada en la palidez
de su rostro.
—En
la recámara contigua. Ella duerme y estoy esperando que despierte.
—Pero
es que…
—No
es cierto, Luis. Cálmese. El médico se equivocó. Es un chambón. Ella sigue con
vida. Venga vamos a verla. Antes de que usted llegara me pareció ver que movía
su dedo meñique —confió la mujer con voz de confidencia.
Carmen
Alatriste tomó de la mano al joven abogado para conducirlo a la habitación
donde reposaba la hermosa jovencita. Antes de llegar a la cama, Cabrera soltó
la mano de la señora desviándose hacia el mueble donde había visto un pequeño
espejo que parecía estar esperándolo. Enseguida, sin dar explicaciones, lo
colocó cerca de la nariz de Carmen, como lo había hecho el médico que la
declaró muerta. Esperó hasta percatarse de la leve sombra reflejada en el
vidrio azogado.
—Tiene
usted razón señora, su hija está viva —dijo Luis a la madre de su amiga—: Debe
ser un ataque de catalepsia* —concluyó sin poder ocultar su expresión de
felicidad.
Como
si lo hubiera escuchado, Carmen abrió los ojos; miró el rostro de su amigo y le
dijo: —Aquiles, tuve una horrible pesadilla.
—Nosotros
también —condescendió Cabrera impresionado por la mirada profunda de la joven—.
El suyo fue un mal sueño que para nuestra felicidad ya terminó…
—Gracias
Luis, pero lo que yo soñé apenas empieza y no acabará hasta que…
—Ya
no diga nada —la interrumpió Cabrera para no escuchar lo que parecía un
presagio fatal. Supuso que ambos, tal vez, algún día se encontrarían en uno de
los espacios que el destino reserva al amor—. Descanse porque le espera un
futuro glorioso —le dijo.
—Ojalá
que esa gloria a que se refiere no sea tan sangrienta como la de mi pesadilla
—insistió ella dándole a su cara la expresión de la pesadumbre que acompaña al
mal agüero.
Luis
Cabrera ya no quiso hablar. Intuyó que Carmen Serdán tenía un destino diferente
al suyo. Lo lamentó. En ese instante su cerebro registró las escenas fugaces
que la inteligencia de la heroína acababa de transformar en energía. “Quizá
esté impresionado con las lecturas de Poe”, reflexionó para sí con la intención
de desechar esa experiencia déjà vu.
El presentimiento
Años
más tarde, ya muertos Aquiles y Máximo Serdán en la refriega de noviembre de
1910, Luis Cabrera recordó el sueño-pesadilla de Carmen Serdán. No había podido
quitarse de la mente el impacto que lo marcó con el sello de los hermanos
Serdán. Con esas imágenes rebotándole en la cabeza, Cabrera Lobato escribió a
Francisco I. Madero:
Todos
hemos sentido las consecuencias de la Revolución; pero nos hemos resignado a
sufrirlas en la esperanza de que trajera consigo algunos bienes en medio de
tantos males. Usted, señor Madero, tiene contraída una inmensa responsabilidad
ante la Historia, no tanto por haber desencadenado las fuerzas sociales, cuanto
porque al hacerlo, ha asumido Usted implícitamente la obligación de restablecer
la paz, y el compromiso de que se realicen las aspiraciones que motivaron la
guerra, para que el sacrificio de la Patria no resulte estéril…
En
otros términos, y para hablar sin metáforas: Usted que ha provocado la
Revolución, tiene el deber de apagarla; pero guay de Usted si asustado por la
sangre derramada, o ablandado por los ruegos de parientes y amigos, o envuelto
por la astuta dulzura del Príncipe de la Paz, o amenazado por el yanqui, deja
infructuosos los sacrificios hechos. El país seguiría sufriendo de los mismos
males, quedaría expuesto a crisis cada vez más agudas, y una vez en el camino
de las revoluciones que Usted le ha enseñado, querría levantarse en armas para
la conquista de cada una de las libertades que dejara pendientes de alcanzar…
No
lo dijo Cabrera, pero en las entrelíneas de su carta sugirió que el destino de
Madero podría ser el mismo que el de Aquiles y Máximo.
Como
si fuese un manantial, la sangre que había soñado Carmen Serdán siguió manando
de otros cuerpos hasta fecundar el territorio nacional: produjo muchos
rosetones; hubo cientos de miles de ellos cuyos brillos bañaron de rojo el
cielo mexicano.
Carmen
y Luis —ambos enamorados de las ideas sociales— habían sido escogidos por el
destino para no formar parte de la estadística necrológica de la Revolución.
Gracias a ese designio los dos siguieron manifestando sus conceptos
“subversivos”, en muchos casos valiéndose de sus propios seudónimos: Marcos
Serrato ella; y Blas Urrea, él.
@replicaalex
* Alatriste, Sealtiel, artículo en el
periódico Reforma. Año 2000.