Por Alejandro C. Manjarrez
No soy yo quien piensa,
son mis ideas las que
piensan por mí.
Lamartine
Una:
Ya recorrió el país e incluso fue a Washington
en representación de los gobernadores mexicanos.
Apareció en la escena de la República
retratándose junto al Primer jefe de las Instituciones Nacionales.
Estuvo cerca y les sonrió a los tres jefes de
Estado que en Toluca constituyeron la Cumbre de Norte América.
Ha sido, pues, de facto y de jure, algo así
como el ajonjolí de todos los moles, privilegio que oficialmente concluye este mes
de febrero pero que, sin embargo, él tratará de ampliar valiéndose de la
interacción con los gobernadores estadounidenses, actividad inventada por él o por
sus asesores.
La
otra:
Después de tres años en el cargo, Rafael sigue
sin tolerar ni entender a la prensa crítica de Puebla.
¿Por qué?Para conocer sus razones tendríamos que meternos a indagar en lo que ocurrió allá en su íntima intimidad, laberinto donde quizás se encuentre escondida la justificación a lo injustificable.
Dada esa complejidad enmarañada, prefiero
adoptar la idea de que Rafael es un gobernante distinto a la mayor parte de los
últimos nueve mandatarios estatales. Y la explico con los siguientes argumentos,
digamos que históricos:
Armonías
y divergencias
Alfredo Toxqui Fernández de Lara, estableció una buena relación con la prensa
local. Lo hizo, creo, para orientarse, informarse y eludir los errores que
habían tumbado del cargo a sus dos colegas doctores: Rafael Moreno Valle y
Gonzalo Bautista O’Farril. Su actitud y cultura permitió a los periodistas
involucrarse con el trabajo de un gobierno empeñado en fortalecer la
estabilidad social e impulsar el desarrollo cultural y económico de Puebla.
Guillermo Jiménez Morales robusteció la buena
relación con la prensa. Y aunque antepuso la empatía basada en el “soy tu
amigo luego entonces trátame como tal” (algo parecido aunque en las
antípodas al “no te pago para que me pegues”), pudo convivir en paz con los
periodistas, incluidos los críticos, que por cierto eran muy pocos.
Mariano
Piña Olaya inició su gobierno igual que Moreno Valle Rosas:
con distingos y menosprecio hacia los colegas de casa. Esto permitió a don
Alberto Jiménez Morales, su asesor y operador político y financiero, intentar
establecer controles que moderaran al periodismo que por aquellos días empezaba
a manifestarse con la esencia crítica (o antigobiernista) impartida en las
aulas de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla.
Llegó al gobierno Manuel Bartlett Díaz y el periodismo repuntó a pesar de que la
cultura política del gobernante provenía de mandatos federales represores o
antagónicos del periodismo libre: Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo, De la
Madrid y Salinas, ni más ni menos. Según mi apreciación, el inesperado cambio
se debió a las aspiraciones de Bartlett, entre ellas la obtención de la primera
magistratura de la nación. Necesitaba
quitarse los sambenitos que le endilgaron o heredó. De ahí que escuchara,
discutiera, entendiera y corrigiera lo corregible. Y por ello, supongo, hubo
diálogo entre prensa y poder. Pero también se dieron las disputas que produce
la ideologización del periodismo y del poder.
Fue pues un sexenio digamos que interesante y formativo.
Melquiades
Morales Flores es otro cantar: su apertura con la
prensa lo convirtió en víctima del chacaleo
y de las entrevistas banqueteras.
Conocía a todos, y todos lo conocían. Sin habérselo propuesto daba la nota del
día. Lo salvó su carácter y buena fe, no obstante que en su relación con la prensa
no encajara con la excelencia política y profesional que exigían los nuevos
tiempos.
Mario Plutarco Marín Torres, mejor conocido
como el “Precioso”, pintó su raya desde
el primer día de su gobierno. Quiso recuperar lo que José López Portillo
estableció como condición y, palabras más palabras menos, le soltó a los dueños
de medios de comunicación, que la propaganda del gobierno (léase convenios) sería
para aquellos que no lo criticasen. Pero al fin político, Marín rectificó poco
antes de que se le viniera el mundo encima, cuando se difundió la grabación de
su affaire con Lydia Cacho y Kamel
Nacif. Pasado este vendaval, Mario eludió las entrevistas porque, justificó su
comunicador en turno, le pasó lo que a la mula azotada con palos.
Genio y
figura
Rafael Moreno Valle parece decidido a
conservarse como enemigo de la prensa no
oficialista. Al buscarle alguna similitud con sus antecesores, encontramos
que podría estar de acuerdo con las actitudes de Piña Olaya, por ejemplo, y con
el estilo refractario de Mario Marín. Nada que ver con Toxqui ni con Guillermo
Jiménez, ambos buenos políticos. Tampoco con la sencillez y sensibilidad social
de Melquiades Morales cuyos buenos oficios lograron borrar sus antecedentes
electoreros. Menos aún con Manuel Bartlett Díaz, de los gobernadores de Puebla,
el académicamente mejor preparado.
¿Cambiará el susodicho?
Es difícil precisarlo. Lo único que podría
inducirlo es que se dé cuenta de la necesidad de quitarse etiquetas como la de Elba Esther Gordillo, por mencionar
la tatuada. O que entienda que debe borrar de la memoria nacional sus —valga el eufemismo—
importantes intervenciones electorales, las mismas que lo hicieron un
gobernador con influencia y poder sobre los otros poderes. O que agarre la onda para que persuada al presidente Enrique Peña Nieto de que él, Moreno Valle,
es un político demócrata y además un hombre convencido de que la inteligencia
del pueblo no acepta atentados. Digo.
@replicaalex