Por Alejandro C. Manjarrez
Tiene sus consecuencia eso de ser crítico del gobierno. Una
de ellas consiste en que el poder programe una campaña de desprestigio
valiéndose de las plumas alquiladas y, a veces, utilizando a los “cadáveres”
políticos cuyo oxígeno suele ser el dinero o, en el mejor de los casos, la
necesidad de “revivir” aunque para ello tengan que mentir o tergiversar la
verdad.
El ejemplo más reciente del llamémosle cobro de facturas, es
el senador Manuel Bartlett Díaz, un ex priista cuya información lo convirtió en
el crítico más incómodo del gobierno peñista dado que conoce las tripas y
cañerías del sistema político mexicano y desde luego del PRI. Por eso, supongo,
el señor Héctor Berréllez abrió el viejo expediente, en su momento resuelto tal
y como se explica más adelante.
Primero un antecedente:
“Manuel
Bartlett necesita aclarar a los poblanos el por qué la DEA lo involucra con el
narcotráfico y el asesinato de Kike Camarena”, escribí en diciembre de 1992
(Periódico Sintesis)
A la
mañana siguiente se llevó a cabo la rueda de prensa en la cual el entonces
gobernador electo rompió el silencio que él mismo se había impuesto para no
meter ruido al gobierno que vivía su último suspiro; el de Mariano Piña Olaya.
Ese día
Bartlett habló fuerte, seguro y enérgico. Se le notaba convencido de lo que
decía. Recicló y puso de moda el dicho “al que no le guste el calor que no se
meta a la cocina”. Su rostro tranquilo, seguro y sonriente enmarcó cada una de
las respuestas y opiniones que articuló y gesticuló.
Sólo
una pregunta, la del reportero de Proceso, le obligó a usar el gesto duro que tenía preparado para cuando la
ocasión lo ameritara:
—
¡Claro que tengo la calidad moral para gobernar a los poblanos! —dijo enfático
el ya gobernador electo.
El
hecho ocurrió días antes de que tomara posesión del cargo que Carlos y Raúl
Salinas de Gortari le habían concesionado para alejarlo del centro neurálgico
del poder político nacional. Su presencia parecía provocarles prurito, desazón,
inseguridad e inquietudes de carácter personal. Los hermanos Salinas
seguramente estaban ciertos de que el ex secretario de Gobernación conocía muy
bien las entrañas del Estado; que su información confidencial era abundante; y
que había recopilado cientos de fichas sobre la vida secreta de los miembros
del gabinete, incluidos ellos. “Si Manuel sigue cerca de nosotros —deben
haberse dicho—, nos causará graves problemas; quiere ser Presidente.”
Off the
record
Cuando
concluyó la rueda de prensa fui tras la entrevista exclusiva puyado por lo que
me había dicho casi en secreto mirándome a los ojos y blandiendo su dedo
flamígero: “Afile la pluma para que escriba bien lo que voy a declarar”. “Ya
está afilada, licenciado”, le respondí en el mismo tono pero sin el brusco movimiento
del índice.
Entré a
su oficina después de media hora de antesala. Lo flanqueaban Jaime Aguilar
Álvarez y Jesús Hernández Torres, sus dos colaboradores de absoluta confianza.
Tres bromas y otro tanto de preguntas me abrieron el camino para “interrogarlo”:
— ¿Por
qué lo involucraron con el crimen de Camarena? —pregunté.
Otra
vez su mirada penetrante y de nuevo su dedo flamígero.
—Mire
usted. Lo que le voy a decir es off the record. Pero tome nota para que sepa
las cuatrocientas razones de esa patraña…
Y
empezó su relato:
El calor de la cocina
—Cuando
llegué a la Secretaría de Gobernación, encontré que en la Dirección Federal de
Seguridad habían cuatrocientos agentes inmersos en la corrupción. Nombré como
jefe a un general, y éste también fue corrompido. Analicé el problema y la
solución más adecuada para resolverlo fue desaparecer la dependencia. Pero para
poder hacerlo sin sospechas ni protestas tuve que echar mano del jefe del
archivo. ‘Hágase cargo de la liquidación de aquella oficina brutalmente corrompida’,
le dije. Y lo instruí para que cesara a los agentes previa invitación a que
reingresaran a la Secretaría mediando las solicitudes que llenarían el equipo
secretarial. La única condición para su reingreso fue que aceptaran ser
investigados y sometidos a exámenes psicológicos y médicos. Nadie, ninguno de
ellos hizo la solicitud. Y así se acabó la Dirección Federal de Seguridad.
Las
caras de Jaime y Jesús mostraban la sorpresa que les provocó la confidencia de
su jefe y paradigma. Puede ser que lo supieran, sí, pero como
información reservada del influyente secretario de Estado.
Bartlett,
que parecía disfrutar con el asombro de sus dos alfiles, decidió rematar su
testimonio y dijo endureciendo la expresión de su rostro:
—A esos
agentes corruptos, muchos de ellos socios de los narcos, debo la calumnia que
se ha venido manejando desde hace varios años. Quisieron desprestigiarme, les
pagaron para que lo hicieran. O les prometieron impunidad.
Cuatro
años después de aquellas revelaciones, Raúl Salinas de Gortari cayó en la
cárcel. Su hermano, ya ex presidente, no pudo evitarlo.
El
prestigio de la otrora poderosa familia se había ido al sótano de la política
nacional: los nombres de Carlos y Raúl figuraban en una o varias de las líneas
de investigación sobre los crímenes del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo,
Francisco Ruiz Massieu y Luis Donaldo Colosio Murrieta. La sociedad civil
compartió las sospechas.
De
haber querido, Bartlett habría revelado algunos de los secretos que guarda en
su archivo personal. Sin embargo, prefirió callar porque ése no era el momento
para desnudar al sistema político mexicano. Además deseaba ser candidato del pri a la presidencia de la República,
intención que le impidió sacar a la luz las historias de aquellos “muertos”,
antecedentes que pudieron haber “matado” a los vivos; es decir, a quienes se
habían pasado de listos.
Como lo
dijo Bartlett en aquella entrevista (off the record sólo durante su mandato): decidió
aguantarse, sin rechistar, los calores de la cocina de la República hasta que
ingresó al Senado (la primera vez).
Ahí se mutó para, al fin inteligente y hábil, mostrarse como el más cáustico
crítico del sistema político mexicano valiéndose, obvio, de su información
privilegiada y de lo que aprendió en el útero gubernamental, espacio donde se
formaron hombres como él y los hermanos Salinas de Gortari.
Lo que acaba de leer hizo
las veces de preámbulo al siguiente comentario publicado en mi libro La Puebla variopinta, conspiración del poder
(Ed. Cruman, 2015), datos ampliamente difundidos en Internet, mismos que
resumo y comparto con el propósito de mostrar al lector el antecedente de lo que
intenta ser un escándalo mediático, en apariencia auspiciado por los enemigos
políticos del senador y los comunicadores amigos del gobierno u hostiles al
senador.
“En 1990 la dea lo inculpó
en el caso de su agente Enrique Camarena,
mencionándolo en la misma lista donde aparecieron el ex procurador Enrique Álvarez del Castillo y el
general Juan Arévalo Gardoqui.
“Según algunos analistas, la publicación de esta información fue
promovida por Carlos Salinas de Gortari
a través de una filtración que realizó la dea,
organismo al que Bartlett demandó ganándole un juicio civil para enseguida
entablar uno penal contra el ex director de la Agencia de marras. Sin referirse
al hecho, Carlos Salinas desmintió esta versión en su libro Un paso difícil a la modernidad, obra en
la cual publica los pormenores del affaire
diplomático entre su gobierno y el de Estados Unidos.
“Un testimonio certificado por la Notaría Pública del condado de Los
Ángeles, mismo que se utilizó para reabrir el caso Camarena ante el Gran Jurado de California en 1998, reveló que el
grupo especial de agentes de la dea
encargado de la Operación Leyenda,
decidió destruir al entonces secretario de Gobernación, Manuel Bartlett Díaz, porque éste tenía mucha influencia política en México. Su interés: evitar que
llegara a la Presidencia.”
En octubre del 2013 la
prensa estadounidense publicó que la cia
había planeado y mandado ejecutar el crimen de Kiki Camarena, agente de la
dirección Federal Antidrogas (dea, por
sus siglas en inglés). Se dijo que
la agencia quiso cubrir las huellas de sus acciones contra la guerrilla
centroamericana, actos financiados con dinero del narcotráfico.
“En su declaración notarial número 1075901, Héctor Manuel Cervantes Santos, testigo estrella del juicio que se desarrolló en Los Ángeles (agosto
de 1991 a septiembre de 1992) para identificar a los culpables del asesinato de
Enrique Camarena, narra el cómo
fue preparado por la dea para
involucrar a Bartlett Díaz y al
secretario de la Defensa, Juan Arévalo
Gardoqui. Los señaló como narcotraficantes y ser parte de la
conspiración criminal, declaración que dio a la justicia estadounidense los
elementos claves para poder detenerlos
y enjuiciarlos. Cervantes
Santos, ex policía y
guardaespaldas del narcotraficante Javier
Barba Hernández, relató la presión usada por los agentes de la dea Antonio Gárate y Héctor
Berréllez, así como el fiscal Manuel
Medrano. En 1995 Berréllez confirmó a su testigo que
recibiría un total de 200 mil dólares, pero en dos pagos, más seis mil dólares
mensuales como pensión. Y en efecto, en septiembre de 1995, David Devore de la dea entregó a Cervantes antes un cheque por 100 mil dólares; empero, nunca
completaron la suma de los 200 mil ofrecidos y eso fue lo que convenció al testigo estrella de la dea para ‘desenmascarar a sus antiguos
patrones’”.
Respecto al crimen de
Manuel Buendía, los reporteros de Excélsior hicieron la investigación que puso
en evidencia al autor intelectual del asesinato que en principio le endilgaron
a Bartlett. El propio José Antonio Zorrilla había filtrado los nombres del
entonces secretario de Gobernación y de Cirilo Vázquez. Su intención: desviar
las investigaciones para esconder su autoría intelectual (el asesino material
fue Juan Rafael Moro Ávila). No le dio resultado su estratagema gracias a los periodistas que
descubrieron la trama.
Hoy vuelve a ser tema
debido, creo, a poderosos intereses en cuya agenda hay otros políticos también
incómodos y desde luego dos que tres periodistas. Por ello es válido recordar
lo que usted leyó y ver con ojos de sospecha la disposición del viejo agente de
la DEA quien le pide al presidente Enrique Peña Nieto que meta a la cárcel al
senador Manuel Bartlett.
Tiene razón Bartlett: el
que no le guste el calor, que no se meta a la cocina.
@replicaalex