La grandeza de un hombre está en saber
reconocer su propia pequeñez.
Blaise Pascal
Por Alejandro C. Manjarrez
Imagínese
el lector al obispo Manuel Fernández de Santa Cruz caminando por alguno de los
túneles recién descubiertos con la intención de visitar a dos que tres de las
monjas del Convento del Carmen, alguna de ellas amiga de sor Juana Inés de la
Cruz. O a Juan de Palafox y Mendoza molesto por el uso heterodoxo que la
jerarquía de entonces daba a los pasadizos secretos. O a cualquiera de los curas ocultándose entre
sus sombras con la intención de escapar a las curiosas miradas de los recelosos
feligreses. O a los sacerdotes de la Santa Inquisición transitando por ellos
con la intención de sorprender a fray Miguel de Guevara, el hermano que atrajo
la sospecha de aquel absurdo organismo clerical. O las ganas de romper el pacto
de confidencialidad “firmado” por los alarifes poblanos que formaron parte del
equipo constructor de los húmedos pasadizos. O la cara del malandrín que se
disfrazó de cura y alguien le mostró la entrada a la galería de bóvedas de
medio punto. O la satisfacción del poeta que usó uno de ellos para, sin ser
visto, acudir al templo donde lo esperaba la esposa de un prominente médico
angelopolitano. O la emoción que sintió Porfirio Díaz cuando escabulléndose
entre los pasadizos pudo escapar al asedio del ejército francés. Ubíquese,
pues, en esos espacios, a veces con el tufo del azufre y en ocasiones despidiendo
el olor del miedo que producen las sombras entreveradas con la humedad y la
soledad…
Bueno,
pues resulta que esas construcciones subterráneas sirvieron a varios de los
poblanos importantes habitantes de Puebla durante los siglos XVI, XVII y XVIII.
Uno de ellos el obispo “amigo” de sor Juana Inés de la Cruz, la poetisa
presionada por él para escribir sobre y criticar al arzobispo Aguiar y Seixas,
jerarca enemigo de las mujeres (“Dios me hizo corto de vista —dijo el a la
sazón jefe de la Iglesia mexicana— para no ver a los seres que representan el
pecado”). Otros fueron los jefes de la Santa Inquisición empeñados en atrapar a
los poblanos supuestamente pecadores, entre ellos el fraile Miguel de Guevara,
autor de un soneto “irreverente” porque —señalaron con su dedo flamígero y
gritos estentóreos— eran ideas que menospreciaban la recompensa divina (“No me
mueve, mi Dios, para quererte/ el cielo que me tienes prometido…”) Supongo que
también los usó el malandrín Martín Villavicencio Salazar, mejor conocido como
Martín Garatuza, sobrenombre que Vicente Riva Palacio Guerrero usó para titular
una de sus extraordinarias novelas: en la vida real, el personaje novelado tenía
la habilidad de escapar sin ser visto. Por ello pudo desaparecer para librarse
de la sentencia decretada por el Santo Oficio. Vaya hasta el enamorado e
influyente poeta Gutierre de Cetina debe haber usado una de las oquedades para,
a hurtadillas, visitar a doña Leonor de Osma, esposa del importante médico de
la época, mujer que inspiró su madrigal: “Ojos claros, serenos/ si de un dulce mirar sois alabados,/
¿por qué si me miráis, miráis airados?”
Eso
y un poco más se respira en los subterráneos que cruzan Puebla, una ciudad
llena de leyendas y sorpresas; por ejemplo: la de los ángeles trepados en las
columnas que rodean la catedral, sitial desde el cual los míticos seres vigilan
que los seres maléficos no rompan las losas de piedra colocadas sobre el
subsuelo donde, a fuerza de oraciones, rezos, maitines y fe en el poder divino,
fueron metidas las diversas representaciones del malévolo chamuco.
De
ello platicamos Sergio Vergara Berdejo y el que esto escribe. Ocurrió hace más
de dos décadas, días en que el hoy
gerente del Centro Histórico de Puebla manifestó su idea de hurgar en las
entrañas de la traza urbana. Algo sabía. Además estaba impresionado por las
historias de los abuelos y desde luego impulsado por sus conocimientos sobre la
arquitectura que relacionó con los antecedentes y las tradiciones de Puebla. Hizo
propuestas para rescatar esa obra pero no le hicieron caso hasta que décadas después
coincidió con otro poblano también “contaminado” por los misterios de la ciudad,
el municipio que hoy gobierna gracias a los, debo decirlo, a veces
incomprensibles designios del poder absoluto; el poder que Juan de Palafox
criticó porque no le contenía la razón, rompía los términos del derecho,
asaltaba las leyes, pisaba, atropellaba y humillaba a los otros poderes; el
mismo que —así lo dicta el tiempo que nada perdona, algo que vislumbró el
obispo poblano y virrey de Nueva España— “es pisado y atropellado de su misma
miseria y poder…”
Ahí
está, pues, la obra enterrada que, cual presagio, ha perdurado como si la
intención de sus edificadores hubiese sido mostrar lo efímero de las hoy
modernas construcciones, fierros y concreto combinado en algo que parece una
especie de minimalismo exacerbado por la megalomanía producto del delirio de
grandeza.
@replicaalex