Por
Alejandro C. Manjarrez
Si
hablaran los muros de la Universidad Autónoma de Puebla, sin duda escucharíamos
las conversaciones de los jesuitas que la fundaron; nos revelarían el
sufrimiento y las satisfacciones que se manifestaron conforme las piedras
fueron convirtiéndose en las columnas del recinto poblano donde nacieron el
conocimiento y la cultura. Empero, en lugar de esas palabras y susurros que
bien podemos imaginar, sólo escuchamos las voces de la historia, conceptos e
ideas manifiestas en los libros que —parafraseo a sor Juana Inés de la Cruz—
nos platican e inducen a hablar aunque nos quejemos sordos y mudos.
Son
esas voces las que desacatan al
pensamiento mágico de quienes suponen que tales antecedentes forman parte de
las aportaciones de alguna divinidad. Pero, que conste, no se trata de un
milagro sino del trabajo, la constancia y dedicación de investigadores que han
dado sustento histórico a la razón documentada.
Lo
curioso es que en ocasiones, lo que pareciera algo fantástico, corresponde a
una venturosa coincidencia que se apuntala con la ciencia e investigación
basadas en el estudio de las distintas culturas. De ahí que por estar hecho de
la misma materia de los ancestros apegados al pensamiento mágico vigente en la
época que les tocó vivir, en este libro, a manera de contraste, combine y mezcle
la espiritualidad con el raciocinio científico. Mi intención es establecer que el
desarrollo de la Universidad Autónoma de Puebla tiene como eje las tradiciones y
la historia. circunstancias que deben haber ponderado sus rectores.
Debido
a ello trascendieron las demandas de la sociedad ávida de conocimiento; se
replicaron para mejorar y actualizar las condiciones culturales e intelectuales
que acompañan a la inteligencia; y se robusteció el prestigio académico de la Universidad.
El
opio del pueblo
Confieso
al lector que me sedujo la idea de incluir el nueve en la historia de esa
máxima casa de estudios. Esto porque —según lo dicta la ciencia— el número es,
además del más alto del sistema decimal (océano y horizonte, argumentaron los
pitagóricos), el simbolismo de madurez, humanidad y generosidad, dígito que, al
multiplicarlo, siempre se reproduce a sí mismo (ésta última característica
representaba la verdad para los hebreos). Agrego el hecho de que el número
forme parte de la obra de Dante Alighiere, quien lo usó inspirado en la edad
que tenía Beatriz cuando la conoció, musa que, dicen, lo indujo a pensar en que
el tres (factor del nueve) conforma la figura espiritual agrupada en el Padre,
Hijo y Espíritu Santo, la “Santísima Trinidad” ni más ni menos.
Magia,
causalidad, cultura o modernización aparte, los apuntes que referiré perfilan
cómo fue que el pensamiento mágico chocó con la doctrina comunista cuya
aparición alteró lo que durante tres siglos había sido el eje rector de la
educación, influencia que mermó un poco cuando, junto con la gratuidad, se
manifestaron la democracia política, el socialismo y la crítica digamos que
razonada. No obstante y a pesar del cambio que traen consigo los movimientos
impulsados por la ciencia y la cultura (incluida la aparición de otras
manifestaciones religiosas), en la mayoría de la sociedad ha permanecido —diría
Marx— la presencia del “opio del pueblo”.
(Esa “droga” sería inocua siempre y cuando sus efectos no
incentivaran el fanatismo de los intolerantes, sea cual fuere su fobia o su
filia. O de excelsitud si pensamos en sor Juana Inés de la Cruz, la mujer cuya
espiritualidad, cultura, creencia religiosa y magia llegaron a convertirla en
precursora del cambio literario de México —digo magia por el nueve que es la
suma de los números de la fecha de su nacimiento: 12 de noviembre de 1651).
Gracias
pues a ese “opio” apareció en la escena poblana la semilla del progreso social
y científico; ocurrió cuando…
Los
jesuitas “impusieron su dominio y la confesión exacerbada; es decir, la
necesidad de someter la política al credo religioso para que éste invadiera los
ámbitos del Estado e inspirara los actos de la vida pública de la comunidad.
Era la vía rápida para alcanzar ‘la mayor gloria de Dios en la tierra’ —como lo
quería San Agustín (354-430) — o, según Santo Tomás (1225-1274), el fast track para convertirse en el instrumento de ‘la educación del
hombre para una vida virtuosa y, en último término, la preparación que une a
Dios’.
Con ese ánimo llegó al Nuevo Mundo el Ejército de Dios para
fundar las universidades que con el tiempo abandonarían las verdades absolutas.
Es el caso del Colegio de la Compañía de Jesús de San Jerónimo (hoy buap): nació
el 9 de mayo de 1578.[1]
Pero para que la Buap pudiera consolidarse como una institución de primer
nivel, antes tuvo que cruzar entre las luces y las sombras que en siglo xx precedieron al primer impulso
denominado “Proyecto Fénix”. Correspondió al gobierno de Manuel Bartlett Díaz
diseñar y encabezar este movimiento educativo. En José Marún Doger Corte recayó
la responsabilidad de articularlo para, después de siete años en la rectoría,
dejárselo a su sucesor Enrique Doger Guerrero cuya gestión duró ocho años. Enrique
Agüera Ibáñez (nueve años de gestión) fue el rector que tuvo el privilegio de dar
un nuevo impulso institucional a la buap
ubicándola así en el grupo de las universidades ubicadas en el primer plano del
escenario académico nacional.
De la utopía a la realidad
Como el principio es la mitad de todo
(Pitágoras dixit), quiero recordar
con el lector cómo inició la historia poblana, espacio donde los hombres fueron
vistos como ángeles o diablos, según les trató aquella feria ajena, la primera
mascarada nacional pródiga en vanidades, injusticias, esperanza,
supersticiones, felonías, ingratitudes e intrigas.
Puebla fue pues el espacio que permitió a
la inteligencia social mezclarse con la espiritualidad, las ambiciones y la
inspiración. A Vasco de Quiroga le correspondió el privilegio de ser precursor
social, y con esa condición fortuita, transmitir a sus congéneres la idea de
impulsar la creación de una sociedad que buscara la perfección. Baso mi aserto
en el hecho de que el fraile (miembro de la Segunda Audiencia) vivió influido
por la Utopía, quimera escrita hace
500 años por Tomás Moro, obra basada en la existencia de una ciudad perfecta,
precisamente.
“Tata” Vasco resultó ser un soñador
empedernido y por ende el precursor del sueño social y urbano. Su actitud le
ganó la definición de primer socialista
de América. No yerro si aseguro que gracias a ese talante Quiroga influyó
en sus compañeros en la Audiencia, ya que los seis y fray Toribio de Benavente
(Motolinia) estuvieron de acuerdo en adoptar el ideal basado en la Utopía. Lo hicieron al concebir la que
habría de ser la nueva Ciudad de los Ángeles.
“¿Pero dónde construir semejante empresa?”,
pudieron haberse preguntado tanto Vasco de Quiroga como Sebastián Ramírez
Fuenleal, Juan de Salmerón, Alonso Maldonado, Francisco de Ceinos, Julián de
Garcés e incluso Motolinía. Es obvio que discutieron y que influidos por un
Garcés interesado en sacar a los españoles que habían hecho de Tlaxcala la sede
de sus tropelías, al final del día acordaron que Cuetlaxcoapan (lugar donde las
víboras cambian de piel) fuera el valle perfecto para cumplir la misión. Esto
porque sus tierras estaban bañadas con el agua de ríos, manantiales y embalses
alimentados por los escurrimientos provenientes de los cuatro gigantes nevados
(Citlaltépetl, Malinche, Iztaccíhuatl y Popocatépetl). Lo demás fue como un
regalo de Dios. Me refiero a la mano de obra indígena, la abundancia de
materiales para edificar las casas, además del clima y la tierra cuya
generosidad permitió la proliferación de los huertos sembrados y cultivados en
los solares posteriores en las propiedades urbanas conectadas por esas siembras
domésticas.
El gran proyecto parecía garantizado. Sólo
tenían que encontrar al coordinador de la importante empresa, búsqueda que
concluyó cuando, en un exceso de confianza o ingenuidad, aquellos frailes
decidieron que Hernando de Elgueta fuera el responsable de los trabajos de
levantamiento y construcción.
Confiado por el espaldarazo que le
brindaron los representantes de Dios en el nuevo mundo, Elgueta no tardó en
mostrar su verdadero rostro propiciando que Juan de Salmerón lo definiera como
un hombre “apasionado de la codicia”. A Hernando no le importó lo que se decía
de él, y confiando en su capacidad, emprendió la tarea de coordinar a los
dieciséis mil indígenas que más tarde la leyenda convertiría en ángeles, o sea
los querubines de carne y hueso que a
cordel trazaron calles y levantaron las casas donde en principio habrían de
morar los 33 españoles reclamantes del botín que —apunta la historia— en
justicia les correspondía por haber sido parte de la Conquista (según relata
Antonio Carrión en su Historia de Puebla[2], uno de esos
fundadores fue la viuda de un soldado de apellido Pacheco).
La personalidad del terrible Elgueta aunada
al estilo de los controvertidos fundadores, trastrocó el sueño utópico escrito
en 1516 y puesto en práctica hasta 1532.
Hernando se había ganado a pulso la
definición de principal comerciante de indígenas y rapaz promotor de la
Encomienda, mientras que los segundos fueron vistos por los peninsulares como
si fuesen la escoria de la soldadesca que desembarcó en el Nuevo Mundo. De ahí
que aquel sueño no durara mucho y que la perfección sólo se manifestara en la
traza de la ciudad, la cual —precisa Julia Hirschblerg en su libro La fundación de Puebla de los Ángeles—
se fundó el 16 de abril de 1531. Lo malo fue que Puebla se convirtiera en la
sede del primer apartheid de América y
que sus moradores obligaran a los indígenas obreros a dejar la ciudad antes de
meterse el sol: en el ocaso tenían que abandonar la traza urbana para dirigirse
a los barrios creados ex profeso, zonas donde ellos y sus familias pernoctaban
obligados por los españoles dueños de esclavos chinos o negros y desde luego
amos y señores del nuevo asentamiento.
La educación y los
jesuitas
Habían pasado poco menos de tres siglos de
lo que es el primer antecedente universitario cuando, en 1257, Roberto de
Sorbonne fundó un pequeño colegio con siete sacerdotes. Se enseñó teología a
jóvenes de escasos recursos económicos. En honor a su fundador se le conoció
como La Sorbona, institución que llegó a convertirse en símbolo de la
universidad francesa y origen de universidades como la de Bolonia, Padua y
París. Por ello, como ya lo escribí, la humanidad debe a la Iglesia Católica el
haber encontrado cómo sacar al hombre de las tinieblas producto de la
ignorancia y el fanatismo religioso. Algo extraño y paradójico si
considerásemos que en esos años la enseñanza tenía que ceñirse a la norma impuesta
por los teólogos, disciplina sacudida por la Reforma Protestante[3]
que disputó a la religión católica, o sea al Papa, la supremacía de lo que
entonces era considerado como conocimiento universal.
Conforme crecía la gran ciudad que fue sede
del ingenio constructor de los indígenas dirigidos por hábiles arquitectos y
alarifes españoles, Ignacio de Loyola organizaba su Ejército de Dios (1534). La
misión del grupo comandado por Loyola era extender su territorio espiritual
para conquistar almas y difundir el credo católico, de acuerdo con lo
establecido en 1550 por el Papa Julio iii:
“Militar para Dios bajo la bandera de la
cruz y servir sólo al Señor y a la Iglesia, su Esposa, bajo el Romano
Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra”.
(Las historiadoras María y Laura Lara, autoras del libro Ignacio y la Compañía. Del castillo a la
misión —Ed. Edaf, 2015— establecen que antes de
tomar los hábitos, Íñigo de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, tuvo su
época de conquistador de mujeres gracias a su personalidad, simpatía y
abundante melena. En esas andaba cuando un bala de cañón lo dejó herido de
muerte. Ocurrió en la defensa de Pamplona. La larga convalecencia lo acercó al
ejemplo de los santos, lecturas que lo impactaron motivándolo a dejar la vida
civil y las armas para dedicarse al ejercicio sacerdotal. Abandonó la espada y
legó sus bienes a su hija María de Loyola).
Con ese ánimo y directriz, los jesuitas
llegaron a México en 1572. Después de establecerse en la capital de la Nueva
España donde fundaron el Colegio Real y Más Antiguo de San Idelfonso, en 1578
se trasladaron a Puebla para, como quedó asentado, el 9 de mayo de ese año
establecer lo que fue la segunda universidad del país, institución que recibió
el título de Colegio de la Compañía de Jesús de San Jerónimo.
El ejército de Loyola impuso su dominio y,
en consecuencia, la confesión exacerbada basada en la necesidad de someter la
política al credo religioso para que éste invadiera los ámbitos del Estado e
inspirara los actos de la vida pública de la comunidad. Insisto: fue la vía
rápida para alcanzar “la mayor gloria de Dios en la tierra” convirtiéndose así
en el instrumento de “la educación del hombre para una vida virtuosa y, en
última instancia, una preparación para unirse a Dios”.
Pero hombres al fin, los miembros del
Ejército de Dios provocaron al poder del Rey. Nada más le escamotearon la
recaudación de los diezmos, acción que propició la tormenta cuya conclusión fue
su despido de los territorios dominados por España. Antes de esos días aciagos
y en acatamiento a los acuerdos del Concilio de Trento, Juan de Palafox y
Mendoza les había exigido contar con una licencia para ejercer sus labores
pastorales. Empero, rebeldes al fin, apoyándose en el sentir de sus hermanos,
la autoridad jesuita alegó privilegios negándose a obedecer. Además, en un
alarde de poder, declaró vacante la sede del episcopado poblano. Molesto y
ofendido, Palafox respondió ipso facto
excomulgándolos, anatema que los jesuitas contestaron a bote pronto con otra
excomunión para quien fue promotor de la cultura en Puebla (la Biblioteca
Palafoxiana, es parte de su legado). Los dimes y diretes obligaron al ejecutor
de las órdenes del monarca, o sea Palafox, a dejar constancia escrita a través
de una misiva dirigida a don Andrés de Rada, entonces Provincial de la Compañía
de Jesús en la Nueva España. En dicho escrito el obispo responde a los
supuestos agravios que le habían endilgado. He aquí algunas de las líneas
escritas por Palafox:
No es poder,
Padre Provincial, al que no le contiene la razón; no es poder el que rompiendo
los términos del derecho, asalta a las leyes, impugna a los cánones sagrados,
combate los apostólicos decretos. ¡Ay del poder que no se contiene en lo
razonable y justo! ¡Ay del poder que desprecia las cabezas de la Iglesia! ¡Ay
del poder que a fuerza del poder y no de jurisdicción, quiere también
ejercitarlo dentro de los sacramentos! ¡Ay del poder que no basta el poder del
Rey ni el Pontífice para humillar este poder! Este que parece ser poder (…) es
ruina de sí mismo, porque cuando parece que todo lo pisa y atropella, es pisado
y atropellado de su misma miseria y poder…[4]
Las ambiciones y los conflictos ocasionaron
los tropiezos que frenaron el desarrollo de la educación superior en América.
Uno de ellos fue la mencionada expulsión (1767) que perjudicó al sistema
educativo poblano, daño más o menos resarcido cuando el obispo Francisco Fabián
y Fuero tuvo el acierto de unificar todos los colegios para, en 1790, crear el
Real Colegio Carolino. Así se conservó hasta que el 2 de octubre de 1820,
cuando la conducción del Real Colegio Carolino regresó a los jesuitas.
Rescatado el control le cambiaron nombre llamándolo Real Colegio del Espíritu
Santo de San Gerónimo y San Ignacio de la Compañía de Jesús. El largo membrete
contrastó con lo efímero de la presencia y mando jesuítico, pues el 22 de
diciembre del mismo año el Ejército de Dios volvió a ser expulsado. Fue hasta
el imperio de Iturbide que la orden reapareció y, en un acto de complacencia
con el emperador, rebautizaron a la institución nombrándola Imperial Colegio de
San Ignacio, San Gerónimo y Espíritu Santo.
Esos y otros pleitos, jaloneos y sacudidas
ocasionadas, principalmente, por la imposición de las verdades absolutas,
favorecieron la aparición del ánimo cultural y los deseos de superación que
—entre otros destacados estudiantes— mostraron Francisco Javier Alegre,
Francisco Javier Clavijero y Carlos Sigüenza y Góngora, tres de los egresados
que dieron lustre a la institución…
*Del libro en preparación: Puebla, el legado
@replicaalex
[2] Carrión, Antonio, La
Historia de la Ciudad de Puebla de los Ángeles. Ed. Vda. de Dávalos,
Puebla, 1896
[3] Lutero encendió la mecha de la insurrección en el seno de la
Iglesia Católica. Criticó la nueva exacción impuesta por el Papa León x
(1513-1521) a través de la venta de indulgencias plenarias destinadas a remitir
la penas eternas por lo pecados mortales de los fieles. O sea la negociación de
indulgencias para, a cambio de dinero, perdonar la penas de los pecadores y
solucionar las dificultades de las almas del purgatorio. Como repudio a la
simonía que practicaban sus pares, Lutero puso en la puerta de la iglesia de
Wittenberg, Sajonia, sus famosas noventa y cinco tesis contra las aberraciones
del Papa. E inició así el formidable movimiento religioso y político que, al
desconocer la autoridad dogmática, magisterial y temporal del Vicario de
Cristo, rompió la unidad doctrinal del cristianismo de Occidente. A partir de
este rompimiento empezó lo que podríamos definir como la gran explosión, el big bang de las religiones llamadas protestantes.
[4] García, Genaro. Documentos inéditos o muy raros para la
Historia de México. Ed. Vda. de Ch.
Bouret, México, 1906