Por Alejandro C. Manjarrez
Desde que Alberto Santa Fe y Manuel Serdán Guanes
publicaron la Ley de Pueblo[1], ambos sabían que el
incipiente gobierno porfirista haría algo para reprimirlos. “Se van a
encabronar…”, le dijo Manuel a su amigo Alberto. Éste estuvo de acuerdo y
advirtió a Manuel que para protegerse era necesario crear lo que más tarde
llamarían su panoplia política:
—Mira Manolo —puntualizó Santa Fe—, lanzaremos la proclama después de convencer a
varios amigos y simpatizantes para que, justo al otro día de publicada,
protesten contra la explotación del campesino y apoyen el reparto de tierras
que vamos a proponer. Con ello conseguiremos tener muchos aliados que nos
protejan. Obligaremos al gobierno corrupto a que lo piense dos veces antes de
hacernos daño. No hay que olvidar que los mártires estorban al poderoso.
—Nuestro problema es que no sabemos a quién le
tocará gobernar mañana. Si a Pacheco, o a Bonilla, o a León. El peligro está
detrás del gobernante, el que sea. Será parte del sistema viciado y ultrajante
que ofende la dignidad humana. En ese medio abundan los expertos en la lisonja
y la manipulación, tipos que por quedar bien son capaces de cualquier cosa. Tú
lo sabes, Alberto: nosotros seremos su objetivo, tal vez el principal…
—Por eso necesitamos el apoyo del pueblo —insistió
Santa Fe arrebatándole las palabras a Serdán—. Es la fuerza popular la que nos
hará invulnerables ante las persecuciones del gobierno. Nuestra ley es el
primer paso. Y la campaña que llevemos a cabo, el tranco definitivo.
Los amigos se quedaron callados, cada uno con la
mente puesta en el futuro inmediato. La seriedad de Serdán agudizó sus
facciones angulosas. Y la seguridad de Santa Fe acentuó en su rostro la
tranquilidad que le había hecho un hombre convincente. Los dos meditaban sobre
el impacto que tendría su propuesta social.
La semilla de la justicia
social
En 1878 se publicó la Ley del Pueblo en el
periódico La Revolución Social,
órgano del Partido Socialista Mexicano fundado por Manuel y Alberto y, de
acuerdo con lo que sus creadores habían planeado, hubo grupos que adoptaron
como suyo el contenido del manifiesto: todos coincidieron en que representaba
la esperanza para mejorar las condiciones del trabajo y, de alguna forma,
participar en un acto patriótico: la defensa del país contra las ambiciones
políticas de Estados Unidos.
Además de su exhortación que tardó tres décadas en
consolidarse, los autores de aquella proclama vislumbraron lo que pasado el
tiempo se presentaría como un mal irremediable: el dominio del capital sobre
los gobiernos. En algunas de sus líneas, el programa estableció los siguientes
criterios generacionales:
En menos de setenta años de vida independiente, hemos perdido
la mitad del territorio patrio, que en 1848 pasó definitivamente a poder de los
norteamericanos: tenemos comprometida gravemente la otra mitad: hemos ensayado
como sistemas de gobierno, el imperio y la república unitaria y la república
federal, el sistema dictatorial y el sistema democrático, sin conseguir
establecer la paz.
En ninguna nación civilizada el pueblo, las masas, los
artesanos, las gentes que trabajan viven en la miseria tan espantosa como viven
entre nosotros…
¡Estamos enfermos!; estamos muy enfermos pero, al menos que
nosotros sepamos, nadie ha dicho: esta es la causa de la enfermedad, ni este es
el remedio. Pues bien esa es la tarea que nosotros nos hemos impuesto (…)
porque nadie puede ocultar que, si seguimos entregados a la guerra civil, cosa
que sucederá infaliblemente si no se destruye el origen de la guerra, que es la
miseria del pueblo, dentro de pocos años, México será una colonia
norteamericana…
Una vez que se conoció el contenido de la Ley del
Pueblo, los esbirros del gobierno echaron ojo a sus promotores. El más
vulnerable era Manuel debido a su bondad y buen talante, en tanto que Santa Fe
tenía vínculos con la sociedad identificada con Porfirio Díaz, quien por
aquellos entonces acababa de llegar a la presidencia mostrándose conciliador y
a la vez dispuesto a imponer su política de “pan y palo”. Así que la autoridad
dictaminó desaparecer a Serdán sin dejar rastros, precisamente para no crear
mártires. Sin él —dijo alguien— será más fácil desarticular aquel proyecto
social, acción que hará dudar a los simpatizantes de la propuesta de Serdán y
Santa Fe, además de desanimarlos e incluso “meterles miedo”.
El poder actuó y Manuel Serdán desapareció de la
faz de la tierra. Nadie supo qué le ocurrió, ni siquiera su esposa. “Ten mucho
cuidado Manuel. Soñé cosas feas. Mejor no vayas. Deja para otro día lo que
tengas que hacer” —le había dicho María del Carmen Alatriste, madre de sus
entonces pequeños hijos Máximo, Aquiles y Carmen… Y tuvo razón porque nunca más
nadie lo volvió a ver.
@replicaalex
[1] García Cantú, Gastón, El pensamiento de la reacción en México. Ed. Empresas Editoriales, sa, México, 1965.