Por Alejandro C. Manjarrez
La cultura de los gobernantes. ¡Vaya tema!
Este segundo comentario también está sustentado en lo que dijo otro priista durante la pasada lucha por presidir el PRI poblano, sugerencias con las que puso en aprietos a sus correligionarios.
Fue Antonio Hernández y Genis quien nos regaló una especie de manual cultural para aquellos que busquen ser líderes, propuesta que por sus alcances aún sigue vigente debido a que los aspirantes a gobernar al país acaban de demostrarnos que son muy malos lectores.
Está claro que hoy los políticos se enfrentan a la vigilancia o marcaje personal que se da en todas partes, empezando por las redes sociales. Éste y otros fenómenos deberían obligarlos a cuidarse para evitar errores que los equiparen al famoso Juanito. Enrique Peña Nieto y Ernesto Cordero, por ejemplo, se acaban de ubicar en el umbral que, precisamente, da acceso al espacio donde –diría el historiador y politólogo Gustavo Abel Hernández– viven y medran los hombres públicos que necesitan de un Walt Disney que les diga qué decir y cómo hacerlo.
En uno de sus artículos semanales (que ya no publica debido a que su pluma se transformó en algo parecido a una charrasca de doble punta y filo), Toño planteó lo que en ese momento fue un divertido juego semántico que buscaba alertar a sus correligionarios: “Si entre los priistas no existe quien tenga cualidades combinadas con la capacidad de convocatoria que requiere un dirigente, entonces para qué le buscan mangas al chaleco”. Nada más propuso que los entonces aspirantes a la presidencia del comité directivo estatal priista, reunieran las siguientes condiciones ajenas por cierto al pensamiento mágico y, obvio, a la costumbre del dedazo inspirado en la confiabilidad del elegido, o mejor dicho en su mansedumbre:
Conocer a Platón y su República o Las leyes, lo mismo que a Aristóteles en su Política o en cualesquiera de sus tres versiones de la Ética. Saber qué dice Agustín de Hipona en su Ciudad o Tomás de Aquino en su Vindiciae contra tyrannos. Haber leído El Príncipe y como complemento a Tsun-su.
Las obras tanto de Montesquieu como de Rousseau, Hobbes, Marx, Marshall McLuhan y Robert Dalt, también figuraban en la traviesa lista de los requerimientos intelectuales que sugería Hernández y Genis, relación donde igual mencionó a Sartori, Bobbio y Fujiyama.
Como para poner a sufrir a cualquiera de los cultos priistas (que lo hay, aunque usted no lo crea), Antonio los retó a demostrar que fueron capaces de leer biografías como las de Alejandro, César, Napoleón, Carlos V, Disraeli, Churchill, los hermanos Kennedy, Gandhi, Lenin y Mao. A esos digamos que requisitos, el entonces priista-zavalista añadió otras obras: las de Manheim, Reyes Heroles, Madison, Jefferson y Tom Paine.
Tanta exigencia me hizo suponer que la intención de Antonio era la de provocar en los aspirantes un terrible conflicto existencial, crisis que los indujera a subirse a la parte más alta de la Biblioteca Palafoxiana para, desde ahí, lanzarse de cabeza para caer en el vetusto y bien conservado piso (la letra con sangre entra, dicen).
El lado lúdico de aquella colaboración, apareció con la imagen de Hugo Chávez, pero no por su forma de cantar, sino por su estilo de joder a sus pares. Y ya como para medirle el agua a los camotes, Hernández sugirió que los aspirantes a dirigente valoraran el hecho de que Noam Chomsky (un joven de 70 años), él solo y sin salir de su casa, en menos de 48 horas haya podido reunir a más de un millón de personas en todo el mundo.
Antonio Hernández y Genis es, creo, el único político más o menos joven en cuyo haber tiene esas lecturas y otras más como El laberinto de la soledad y Las trampas de la fe de Octavio Paz (para que no se me escape la mención del Nobel). Sin embargo y a pesar de su alto perfil cultural, Toño quedó al margen de la política estatal y del gobierno estatal por tres razones de peso harto conocidas: su anti morenovallismo electoral, el talento que lo ha hecho temible ante los ágrafos con influencia, y la capacidad intelectual que afecta la psiquis de –valga la definición altisonante– los padrotes o asesores de políticos con algún tipo de poder.
Ahora bien, suponiendo que sus correligionarios hicieran caso a lo que dijo Hernández, la mayor parte de ellos tendrían que ponerse a leer durante ocho horas al día; en algunos casos el doble para medio recuperar el tiempo que han perdido por su fobia a los libros. Además atreverse a emular a grandes lectores como Fidel Castro, por ejemplo, el hombre que –reveló Gabriel García Márquez, su amigo– “es un lector voraz, amante y conocedor muy serio de la buena literatura de todos los tiempos, y, aun en las circunstancias más difíciles, siempre tiene un libro interesante a mano para llenar cualquier vacío". Otro imitable sería Thomas Edward Lawrence, mejor conocido como Lawrence de Arabia, el inglés cuya capacidad de lectura –escribió su biógrafo– le permitió leer poco más de cuarenta mil libros (¿?).
Si me inquiriese el lector el por qué calificar a los políticos a través de sus lecturas, le respondería: porque cuando escuché sus dichos o leí sus entrevistas donde revelaron cuáles eran sus libros preferidos, con honrosas excepciones la respuesta siempre fue la misma: El arte de la guerra y Las 48 leyes del poder. Y que conste: esas aseveraciones han sido publicadas.
Así que, señores políticos y servidores públicos, para no meterse en las honduras donde acaban de caer los aspirantes Peña y Cordero, necesitan leer. Háganlo conscientes de que los libros no muerden…
Twitter: @replicaalex