Por Alejandro C. Manjarrez
Lo vi acompañado con Melquiades Morales Flores y Enrique Doger Guerrero, entonces gobernador del estado y rector de la Buap, respectivamente. Amenizaban la comida los cantantes de Ópera Intempore, el grupo de jóvenes talentos que acabó desintegrándose debido a la ignorancia supina de las autoridades del siguiente régimen, integrantes por cierto de la tristemente célebre “burbuja marinista”, hombres cuya cultura dependía de su oído de artillero y de su sensibilidad de nopal.
Ahí, en uno de los patios del Carolino, sentados en la mesa de honor, estaban el galardonado Carlos Fuentes y su amigo Pedro Ángel Palou, a la sazón titular de la Secretaría que años después encontrara en Rafael Moreno Valle a su eficaz verdugo burocrático. Todos festejaban el Doctorado Honoris Causa concedido al escritor por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
Me acerqué con lo que en ese momento me pareció una “buena idea”: discretamente le recomendé a Melquiades solicitar la venía del escritor para que el gobierno estatal reeditara el libro que en 1997 publicó el SNTE a través del Instituto de Estudios Educativos y Sindicales de América: Por un progreso incluyente, se intitula.
“Dile a Palou que él se lo proponga”, respondió el mandatario. Y le pasé al secretario de Cultura el recado verbal; es decir, la propuesta que finalmente naufragó en el torrente de palabras culturales unas, otras anecdóticas y la mayor parte entre políticas y lisonjeras, frases todas disparadas por los comensales que compartían la mesa decididos a congraciarse con el galardonado. Como casi siempre ocurre, al final del ágape aparecieron por las puertas que dan al patio, decenas de personas con su libro en ristre, cada una decidida a coleccionar la firma del autor de Aura, La región más transparente, Las buenas conciencias, La muerte de Artemio Cruz, Cambio de piel y otras más igual de conocidas e importantes. Y así se acabó la fiesta.
Refiero lo anterior porque en esa ocasión percibí lo que dijo uno de los admiradores de Fuentes al enterarse de su muerte: era un hombre con una luz especial, con la energía que sólo trasmiten los elegidos por el destino, en este caso el literario.
Y sí, como uno de los elegidos murió el día del maestro, fecha que seguramente él recordaba con cariño, según lo que escribió en el libro magisterial, obra en la que (lo dice Elba Esther Gordillo en su presentación) aborda por primera vez el problema de la educación y el desarrollo en México. Es obvio que al concebir ese trabajo, Fuentes pensó en el punto de partida de su familia materna. He aquí los primeros párrafos:
“Mi abuela materna, joven viuda, obtuvo en 1921 un puesto de inspectora de escuelas en el recién inaugurado gobierno de Álvaro Obregón. Ambos –el presidente y mi abuela– eran contemporáneos y se conocían desde niños en Sonora. Para criar a sus tres hijas, huérfanas de padre –una de ellas mi madre– mi abuela pidió este empleo por necesidad, pero pronto se convirtió en convicción.
“Emilia Rivas, oriunda de Álamos, Sonora:
“Yo la veo en fotografías de la época, toda vestida de negro, como entonces era el uso para la viudez. Los lutos de antaño, además, se prolongaban mucho. A veces duraban toda la vida. ¿Quién no recuerda madres, tías, abuelas, que una vez enlutadas permanecieron así para siempre?”
Silvia Lemus lleva ya, sin duda, el luto que permanecerá para siempre en su alma. No el del uso para la viudez, sino el que produce la pérdida de la energía intelectual y espiritual que la hizo vibrar, emocionarse, sorprenderse y ser aliada en las estrategias literarias de su marido.
La ahora viuda fue el eje de la vida de Carlos Fuentes. Él mismo lo escribió en la segunda “S” del alfabeto de su vida (En esto creo, mayo 2002): “Si todas las mujeres que he querido se resumen en una sola, la única mujer que he querido para siempre las resume a todas las demás. Ellas son las estrellas. Silvia es la galaxia misma. Ella lo contiene todo. La belleza. El placer erótico pero también el simple placer de estar juntos, sentarnos a comer, dormir y despertar, caminar, viajar juntos, compartir amigos, discutir dudas, hacer planes, entender defectos, aceptar errores, amarnos incluso por lo que podría irritarnos o disgustarnos en nuestras personalidades y conductas…”
Silvia vivió con Carlos los cinco soles de la vida del escritor. Y en el último, el que fue el final de esa luminosa existencia, se renueva e inicia para ella un nuevo ciclo con la enorme responsabilidad de compilar lo que su esposo dejó inconcluso y abandonado “en un cajón, en un ropero… o en una página en blanco”, como él mismo lo escribió para recordar al hijo muerto.
Un día antes de morir se publicó en El País que Carlos Fuentes había decidido escribir un nuevo libro, el Baile del Centenario. Y mire usted lo que pudo haber sido una profecía o Déjà vu: en la víspera de su muerte, Carlos, su hijo, también hizo planes para terminar su película, publicar su libro de poemas, exponer sus cuadros y expresarse con la creatividad del artista.
Hoy, donde quiera que se encuentren padre e hijo, seguramente estarán uno frente al otro porque ambos son el espejo de sí mismos.
Habrá que volver a leerlo para no extrañar su talento.
Twitter: @replicaalex