El hartazgo político y los festejos del día de la madre me animaron a compartirles otras líneas de la novela que espera editor. Corrupción, el divino tesoro, se llama.
Alejandro C. Manjarrez
Recuerdo a mi padre con la tristeza saliéndosele por las arrugas del rostro; viéndome a través de la humedad permanente de sus ojos; hablándome con una voz apenas perceptible, cansina. Vivo con esa imagen que a veces se refleja en los hombres fraguados bajo el sol y junto a la tierra; campesinos cuyas parcelas pasaron a ser el recuerdo familiar aplastado por el acero y el hormigón o erosionadas después de que los ingenieros desviaron el agua para llevársela a las grandes ciudades.
Un día de tantos el viejo me platicó cómo el canto del cenzontle, pájaro de cuatrocientas voces, despertaba a los niños dormilones e, imitándolas, convocaba al resto de las aves para que dejaran el nido y volaran en busca del alimento de sus crías. Con un suspiro cortándole las palabras y la vista perdida en el horizonte, me dijo lo que nunca olvidaré:
“Hay que hacer algo, mijo. Tienes que evitar que la gente de razón acabe con el bosque y la poca agua que nos queda. Si puedes y Dios te da licencia, muéstrales a tus hijos las bondades de la Tierra; enséñales a escuchar la música de la naturaleza. A lo mejor a ellos les toca salvar a los árboles, a los pájaros, a los ríos y a la vida que nos permite vivir. No todo está en manos del Señor”.
Meses después de aquel coloquio que me cimbró porque fue la primera y la última vez que escuché a mi padre hablar con el corazón, llegó a la casa el Pollero Cienfuegos, también conocido como el Gavilán, el mismo que lo había introducido a Estados Unidos. Vi su cara y adiviné que traía malas nuevas. ¿Por qué? No lo supe entonces pero ahora lo entiendo como lo que fue: la energía negativa proyectada por el tipo.
“La Migra agarró a Herminio y se lo llevó —dijo el hombre a mi madre sin perder su falsa y engañosa expresión de tristeza—. Lo mataron a golpes. Pobrecito…”
En ese momento todo se me oscureció y escuché un canto que pudo haber sido el del cenzontle. Segundos después recuperé la conciencia y volvieron los ruidos y las voces que suplieron al canto del pájaro.
La noticia que a mi madre le había arrancado del alma un profundo quejido, coincidió con el cortejo de dos niños que justo en ese momento pasaba frente a nosotros. La gente caminaba triste y rezando entre sollozos apagados por sus mismas oraciones, rogativas que parecían cantos monocordes, tardíos, conventuales. Dos hombres cargaban cada uno de los pequeños féretros forrados de tela blanca y brillosa. El dolor que a esa edad aún no identificaba, exacerbó mi curiosidad y corrí hacia el grupo para imprudente preguntar: “¿Quiénes son los muertitos? Mi tata también se murió”, dije para justificar mi arrojo. No hubo respuesta. La madre de los difuntos, una de las tantas mujeres del Pollero, me vio como si quisiera cambiarme por su hijo muerto. Su mirada me asustó. “¿Los mataron a golpes?”, volví a preguntar. Otra vez el silencio acompañado con las miradas de reclamo, de coraje.
La procesión continuó. Era larga porque casi todo el pueblo iba en ella. Mi madre y mis hermanas nos quedamos como pedazos de palo encajados en la tierra. Nosotros también los veíamos con ojos de reclamo a no sé qué, tal vez pensando en que la muerte no hace distinciones cuando Dios te quita la licencia de vivir.
En la retaguardia del numeroso grupo caminaban parsimoniosos tres ancianos, cada uno llevando en su lomo enormes matojos de flores. El más rezagado retiró de su cara los ramos del cempasúchil, la flor que ilumina el camino al inframundo. Lo hizo para mirarnos y responder amable la pregunta que no hicimos pero que él escuchó:
“Estos chamacos fueron a nadar y se tragaron varios buches de agua venenosa —dijo aquel anciano de voz grumosa—: les dio chorrillo y vomitaron hasta que dejaron de respirar. Así que ándense con cuidado y si tienen algún reclamo háganselo saber a don Matías. Díganle que la suciedad de los cerdos de su granja nos echó a perder el río”.
El tipo sonrió dejándonos ver sus pequeños dientes amarillos y tan parejos como los granos de las mazorcas de maíz a punto de su desgrane con olote. Y continuó su camino hacia el panteón.
Decidí ir al río para comprobar si el agua venenosa tenía algún color. Ocurrió una semana después del entierro. Ahí me encontré con la señora del odio clavado en los ojos. Iba con otro de sus hijos, el llamado Odilón. Ella me vio sorprendida. Suspiró profundo antes de dejar salir de su entraña el rencor acompañado de palabras que sonaron como si fuesen uno de los truenos del cielo. Con el dolor de la amargura reflejado en su voz me soltó: “Uno de mis hijos muertos era tu hermano. Se llamaba igual que tu padre y que tú”. No comprendí la trascendencia de la revelación. Pero se me ocurrió pensar que Dios había decidido que sólo tenía que vivir un Herminio de la Cruz.
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