miércoles, 10 de enero de 2018

La verdad no peca…*


La que sigue es una de las publicaciones signadas por ese fantasma, paternidad que intuí pero que nunca pude comprobar porque me faltó asir los pelos de la famosa burra, mechones que me hubiesen permitido dar contundencia a mis argumentos y, por ende, ganar lo que entonces equivalía a las discusiones bizantinas. El mensaje publicado primero en la prensa local y después en la nacional, perturbó a muchos, en especial a quienes nos pusimos el saco o caímos en la trampa que forman los valientes escritos cuyos autores son anónimos. Yo resulté el más afligido debido a que mis defectos e historia se evidenciaron en la festejada, infame y mañosa publicación cuyo contenido comparto con mis lectores para, diría De la Hoz, aunque sea un poco tarde, amarrarme el dedo. Valga aclarar que los subtítulos son comentarios sucintos del que esto escribe:
Lo conocí cuando pobre.
Era un tipo amable, sencillo e incluso hasta modesto.
Lo vi crecer en la política y en la administración pública.
Gracias a esas sus características sus jefes se fijaron en él dándole la oportunidad de ascender.
Ya cerca del poder cambió un poco.
A su amabilidad, sencillez y modestia le agregó otra digamos que cualidad: la discreción. Se acostumbró a ver, escuchar y olvidar sin hacer gestos ni aspavientos. Incluso aprendió a departir en la intimidad con quien gobernaba su vida laboral, “sacrificio” que le permitió conocer la vida secreta de los políticos encumbrados, unos borrachos, la mayoría corruptos, otros homosexuales o bisexuales, y muchos mujeriegos.
Poco a poco fue construyendo su imagen burocrática, misma que con el tiempo lo hizo confiable e incluso indispensable para la jerarquía de su ámbito. Dio el estirón, cambió de estatus y ya es millonario.
La lanceta
Como bien lo conozco, ahora lo desconozco. Es el mismo pero se volvió petulante, presumido y mamón con corbata Hermès, trajes italianos o españoles cortados a la medida, camisas alemanas también de hechura especial, y zapatos Prada, como los que puso de moda el culto e inteligente Papa emérito de origen germánico.
Parece dueño de la administración pública.
Olvidó que la sociedad le paga y además lo vigila.
De empleado huele pedos pasó a ser un jefe forrado de soberbia y dinero.
Si acaso es prudente y no presume el capital que ha obtenido de manera ilícita, sus mujeres e hijos se encargan de hacerlo con eficacia insultante.
Los autos blindados de lujo y el helicóptero suplieron al vochito y a la combi que lo trasportaron en su época de pobreza.
Las prostitutas argentinas, brasileñas y peruanas desplazaron a las obsequiosas secretarias trepadoras, a las cuales, hay que decirlo, él y sus amigos preñaron con su descendencia y también con sus malos recuerdos.
El modesto departamento fue suplido por la residencia lujosa, millonaria, enorme y ostentosa.
Salieron de su agenda lúdica los hoteles de oferta vacacional para, en su lugar, incluir las casas de verano (o de invierno) en la Riviera Maya, Pichilingue Diamante, Las Brisas, Miami, Saint-Tropez, Ibiza o Ermoúpolis.
La primera clase aérea lo recibe bien porque paga bien. Es cliente vip.
Los hijos abandonaron la escuela pública para estudiar en las de paga.
La familia cambió a Suburbia por las tiendas de marca. Le vale madre que haya baratas nocturnas o de “buen fin” porque sabe que para gastar “su” dinero es mejor hacerlo en Nueva York, o de perdida en algún hotel boutique europeo. Para eso, dice, sirve la tarjeta Centurión de American Express.
Mazazo al ego
Los políticos de su calaña, ricos gracias a su visión corruptora, ven a los de clase media como pendejos, simplemente porque no son millonarios como ellos. Y a los millonarios que llegaron a serlo por trabajo o por herencia, los miran con recelo y envidia porque éstos pueden mostrar sin temor a la ley lo que los otros no: su riqueza.
Aquellos que antaño conocí bien pero que hoy desconozco, perciben a los pobres como seres indefensos a los que hay que alentar recetándoles mensajes diseñados para mantener viva su esperanza.
Claro que no le ha afectado las crisis recurrentes, por el contrario, le resultaron excelentes porque las usó como cortinas de humo para ocultar o disfrazar su falta de previsión y, desde luego, de probidad, eficacia y honestidad en el manejo de los recursos públicos.
Ése que, insisto, bien conozco, supone que los pobres nunca dejarán de serlo porque carecen de inteligencia. ¿De dónde su peregrina conjetura? Pues del olor del dinero que le atrofió el olfato político y la sensibilidad social.
Lo peor es que muchos ejemplares de esta especie se sienten invulnerables a la crítica pública. Se creen blindados contra el repudio de la sociedad, actitud ésta cada día más frecuente entre los ciudadanos que acuden a las urnas electorales o que de plano se abstienen, según su ánimo o necesidad de desquite.
Pronto, cuando menos lo esperen, la protesta y la denuncia populares caerán sobre él y ellos porque, como lo dicta la sabiduría del pueblo, el amor, lo pendejo y el dinero se notan a leguas. Más ahora que el pueblo está dispuesto a reclamar a quienes lo menosprecian o utilizaron en las elecciones, los mismos que se manifiestan o protestan en las redes sociales. Se trata de ciudadanos que también los vieron cuando pobres y que hoy, atónitos, han comprobado que se volvieron ricos, poderosos, gobernantes y, de paso, hasta soberbios.
Cada voto que pierda su partido, será un voto de castigo a la corrupción que representan los llamados servidores públicos. Me refiero, obvio, a quienes antes fueron pobres y hoy son millonarios, no importa que su ropaje político sea azul, verde, tricolor, amarillo o variopinto.
Claro que hubo donde los pusieron y que ellos se encargaron del resto. Vivirán impunes hasta que el pueblo despierte.

*Fragmento de mi novela El laberinto del poder (autobiografía de un gobernante)