Aprovecho este fin de semana para compartir con el lector algunas líneas de la novela Corrupción, el divino tesoro, autobiografía de un gobernador. Espero le sirvan para que medio olvide las burradas políticas.
Alejandro C. Manjarrez
Sonaban las matracas. En la tribuna bailaban cinco mujeres que parecían sacadas de uno de los cabarets que a mediados del siglo xx hicieron las delicias de los machos defeños y nutrieron el optimismo del gran Monsiváis: algún genio heredero del talento de Mozart les había compuesto una música bullanguera con el chiquitiubumalabimbomban que sirvió de fondo a los actos de mi campaña. Los cinco mil campesinos seguían el ritmo con sus sombreros al aire. El animador, por cierto un político producto de la cultura del esfuerzo (de sus padrinos), los arengaba para que se despojaran de su timidez y parquedad centenaria, el modo de ser que ni el desgraciado de Hernán Cortés pudo quitarles. “¡Muévanse así! ¡Hagan lo mismo que hacen las damas aquí presentes!”, les gritaba el infeliz mostrándoles con el brazo izquierdo al grupo de tiples de rompe y rasga.
La plaza de Chalchicomula, pueblo enclavado en las faldas del Citlaltépetl, parecía sufrir los embates del griterío revuelto con las notas de las bandas de viento (había tres) y el escándalo provocado por los enormes amplificadores que prestó el director de “Los gritones”, conjunto de música grupera. Los decibeles de los bafles hacían que los enormes senos de las bailarinas vibraran como si fuesen gelatinas. Era, pues, la viva representación de un nuevo realismo mágico medio urbano y medio rural.
Todo ello ocurrió mientras las torres de la parroquia parecían enrojecer de vergüenza, fenómeno ocasionado por los rayos del sol a punto de ocultarse detrás de las montañas. Sólo me faltó ver la invasión de mariposas amarillas, aquellas que anunciaban la misteriosa presencia de Mauricio Babilonia en Macondo, en este caso en protesta por la violación a las tradiciones de nuestro pueblo tímido, serio, adusto y parco.
Yo estaba muy molesto con el espectáculo que, no obstante haberlo visto antes, hasta ese momento entendí que el absurdo forma parte de la esencia de nuestra política. Quería correr al coordinador de mi campaña. Lo busqué entre los ciento cincuenta priistas que abarrotaban el templete pero a quien vi fue al individuo que había sido mi rival en la postulación: venía hacia mí abriéndose paso a codazos para llegar hasta donde yo me encontraba. Arribó sudoroso con la cara abotagada por la cruda y el esfuerzo digno de un bien alimentado tacle de los pumas de la unam. “¡Hermano!”, me gritó cuando estaba a dos metros de distancia. Y me alcanzó con sus enormes brazos para abrazarme tan fuerte que yo no pude decir nada porque me sacó el aire:
—Herminio, tu postulación me tiene muy encabronado —dijo casi en secreto sin soltarme y entre apretones, palmadas y sonrisas.
—Hoy me tocó a mí ser el candidato —le reviré entre pujidos—. Mañana te tocará a ti.
Se separó de mi oreja para mirarme a los ojos y soltarme la siguiente frase acompañada con su aliento agrio que tenía reminiscencias de ron revuelto con tequila, cerveza y mixiote, olor que ni su abundante bigote pudo filtrar.
— ¿Dices que mañana? ¡No hombre! Es una medida de tiempo equivalente al nunca. Para entonces ya estaré demasiado viejo e impedido, si no es que muerto por los derrames biliares. Lo que harás una vez que llegues al poder —agregó con la seriedad de un vendedor de féretros—, si te interesa reconciliarte conmigo, es asignarme varios contratos para que éste tu amigo y adversario se reponga de los gastos que hizo durante los diez años que dedicó a cubrir los requisitos para llegar a ser candidato y gobernador.
—Ponle un número —consentí disimulando mi molestia.
—Cien millones de utilidad, ¿te parece justo? —respondió el maldito mientras sonreía y me levantaba la mano para posar ante los fotógrafos...
— ¿Y si no puedo ayudarte? —reté entre dientes y sin mover los labios para medirle el agua a los camotes.
—Te armo un magno pedo que nunca te lo acabarías —respondió haciéndole al ventrílocuo. Empezaré por decirle a los chacales de la prensa que fuiste candidato gracias al clítoris de la licenciada Irenita.
De nuevo rugieron las tiples. La arenga amplificada al máximo opacó los ruidos de mi sistema digestivo a punto de reventar. Me aguanté como los machos. La verdad no peca pero incomoda, reza el refrán. Hice un fugaz recorrido mental por el tiempo fijándome en los rostros de los colaboradores. Traté de identificar al infidente y me aparecieron tres candidatos, el más visible Raúl Lee, mi cómplice y espía. Así que tragué camote y realicé un extraordinario esfuerzo para disfrazar mi indignación. Le dije a Cienfuegos:
—No es necesario que metas en nuestras diferencias políticas a Irene. Yo te resuelvo el problema y además te salvo la vida.
—Ah chingá. ¿Es una amenaza? Porque si lo es el primero que se va eres tú pedazo de cabrón —rezongó—. Alcanzarías a nuestro medio hermano envenenado por el río asesino cuya ribera sirvió de tálamo a nuestros antepasados.
“Cálmate Herminio —me dije sacando fuerza y sonrisas de las porras que me dedicaron—. Este tipo ya se volvió loco. Así que es mejor darle por su lado”. Como fogonazo apareció en mi mente parte de un epigrama de Sor Juana, las palabras feroces que escribió la musa para responder a un “soberbio” que puso en duda la existencia de su padre, mismas que encajaban perfecto con el momento que yo estaba viviendo:
Más piadosa fue tu madre
que hizo que a muchos sucedas;
para que, entre tantos, puedas
tomar el que más te cuadre.
—Nadie te amenazo, amigo —dije entre dientes—. Sólo te quiero evitar un enfrentamiento personal con el Presidente y lo que éste representa. —Dicho esto vi cómo desapareció el rictus de la sonrisa que Odilón traía puesta desde antes de llegar al templete: su bigote de aguacero hizo un arco—. Lo primero que se le ocurriría a nuestro jefe es el fincarte delitos fiscales —agregué animado por el impacto de mis palabras, e hice una jugada de alto riesgo que podría haber provocado una de sus violentas reacciones—; tú te quedarías en la ruina, dejarías en la miseria a tus novias y además entrarías a la cárcel y yo ya no podría ayudarte aunque hayamos compartido al hermanito que yo nunca conocí. ¿Estamos?
—Ya me jodiste. Está bien, estamos. Eso pasa en las mejores familias. Pero como también soy institucional aguanto vara… ¿Entonces cuento con los contratos y con tu amistad?
—Cincuenta millones ¿te parece? —probé animado por su reacción.
—Que sean setenta y cinco… —regateó el desgraciado.
—Cerramos el trato en sesenta y aquí no ha pasado nada. ¿Okey? —propuse.
—De acuerdo. Y no me falles porque este orate de Odilón Cienfuegos haría más locuras aunque se quede en la calle o en la cárcel o ingrese al cielo, siempre, en cada caso, acompañado de las fanfarrias de los ángeles y, obvio, de ti o de tu alma en pena —coaccionó. Lo vi como el olote cuyo destino es desgranar al elote, por usar una metáfora campesina.
Con la amenaza de por medio y ante miles de testigos sordos, Odilón y yo cerramos el Pacto de Chalchicomula, un trato verbal y, valga el eufemismo, de caballeros. Sin nada más qué hablar los dos volteamos hacia quienes me vitoreaban, ambos con las manos en alto entrelazadas sonriéndole a la gente que al vernos empezó a aplaudir y echar porras y vivas al PRI. De entre los sombreros que se movían al ritmo de chiquitibunalabimbomban, surgió la efigie de la doctora De la Hoz: se me figuró leer en sus labios su frase preferida, en este caso acompañada con el nombre del escritor: “Ya ve jefe. Se lo anticipé. Garibay era un genio y en sus ratos libres un visionario”. No lo dijo pero como si lo hubiese dicho.
Hasta aquí la cita.
Ojalá que le interese mi novela que, lo confieso sin rubor, está en espera de un editor cuyos oídos hayan resistido los efectos perniciosos del coro que forma la mafia intelectual.
Twitter: @replicaalex