Mi esposo me engaña
Después de muchas
llegadas tarde pude darme cuenta que Jorge me engañaba.
Primero lo olí a
un perfume desconocido y él aseguró que era el aroma del jabón líquido del
gimnasio al cual va todos los días.
—¡Ya reclamé al
gerente porque ese menjurje huele a mujer barata! —Dijo molesto.
Después vi que
su camisa estaba manchada de carmín y deduje que alguna de sus compañeras de
trabajo lo había abrazado (había sido su cumple).
Estaba raro. No
me veía a los ojos y supuse que se debía a la carga de trabajo que suele
distraerlo los fines de mes. “Pobrecito —pensé—
las que tiene que pasar para que sus hijos y yo tengamos una buena vida”.
Una de esas
noches que deseaba sexo me le acerqué cariñosa. Él gruñó como si estuviera
profundamente dormido. Empecé a tocarlo y cuando llegué a su zona erógena brincó
levantándose para ir al baño:
—Me cayó mal la
cena —dijo. Y yo que le creí.
Algo me indicó
que podía engañarme y empecé a mirarlo con los ojos de la sospecha. Se me
ocurrió preguntarle qué pensaba del adulterio. Lo noté nervioso pero me
respondió con otra pregunta defensiva: ¿Alguna de tus amigas engaña a su
marido? Ahí quedó mi interrogatorio; no obstante, al otro día, sin tener por
qué (no había nada qué festejar) me llevó unas flores. “Son para que recuerdes
cuánto te amo”, dijo el sinvergüenza.
Otra ocasión me
regaló una churumbela con diferentes piedras. Su esplendor me sedujo
provocándome el deseo de abrazarlo como cuando éramos novios. Olí el aroma a
sexo. ¡Qué bárbara! —me dije— lo que es el poder de la mente que conserva los
olores de aquellos momentos felices, juveniles. ¡Ah, la burra! No caí en cuenta
que Jorge estaba impregnado del tufo aquel que dejan las jovencitas cuyo
deporte preferido es el sexo, precisamente.
Fueron tantas
las huellas y los indicios y las pistas y los vestigios y los rastros producto
del engaño, que por fin me convencí de que Jorge, mi amado esposo, me era
infiel; que me ponía los cuernos; que me había visto la cara de pendeja.
Entonces pensé: ¿Lo dejo que siga en ese camino y adopto el consejo que me dio
Juanita, la esposa del senador…? ¿Hago como que le creo sus mentirillas…?
Finalmente opté por el camino cómodo que alguna vez dibujó con palabras mi
sabia abuela: “Más vale creer que averiguarlo”.
Un año después
del “descubrimiento” comprobé que a veces conviene perdonar a quien no pone los
cuernos. ¿Saben por qué? ¿No? Bueno, se los digo:
... Y los papeles se voltearon
Yo fui quien
empezó a oler a sexo, a perfumes ajenos, a llegar tarde, a comprar para Jorge
algún detalle, a ponerme nerviosa, a sentirme mal de la panza, a decir mentiras
piadosas, a bañarme a deshoras, a verlo de reojo, a ser presa de
remordimientos, a enojarme conmigo misma. Sufrí mucho por las miradas y los
reclamos de mi pequeño hijo. “¿Por qué llegas tan tarde, mamá?” Me preguntó un
día. Y esas palabras me obligaron a cambiar.
Hoy aprovecho
que Jorgito está en la escuela o en natación o en la clase de música o en la práctica
de fútbol para ir a Superama, encargar la despensa a una de las empleadas y
salir de ahí como alma que lleva el diablo para encontrarme con un atlético y
hermoso sexoservidor. Regreso por las cosas que “compré” y llego a la casa como
si nada hubiera pasado. No hay reclamos ni caras de duda.
Jorge, mi
esposo, no hace ni dice nada. Sólo me mira con cierto misterio. Por su actitud
he confirmado que sigue el sabio consejo de la abuela, el ya famoso “más vale
creer que averiguarlo”
Mi esposa también me engaña
Un día llegué al
psicoanalista con un terrible dolor existencial. Le platiqué que había
encontrado a una mujer extraordinaria. Me dio cuerda y con su “ajá, explícame por
qué es extraordinaria”, empecé a hablar
como si cada palabra sirviera para sacar los remordimientos que me dolían como enormes
espinas clavadas las nalgas. Entre las cosas que le dije recuerdo haber
dibujado con frases los senos de Iralia, protuberancias que parecían torneadas
por alguno de los dioses del Olimpo. Me entusiasmé con mi relato. Ese día pude comentar sin inhibiciones
el placer del sexo. Nunca antes lo había hecho quizá por el temor que representa
describir con palabras las sensaciones. Tampoco había sentido el poder de mi
voz recordándome esas gratas experiencias, incluidas las que tuve con Lucero,
mi esposa, que por cierto es una hembra que llama la atención en donde quiera
que se pare. En una hora dije más palabras de las que había pronunciado en la
semana anterior. El doctor me miraba complacido como si estuviera disfrutando
mis recuerdos y hasta los orgasmos que no pude explicar pero que sin duda él
imaginó.
— ¿Lo sabe su
esposa? —preguntó el analista con morbo, digamos que profesional.
—Creo que no —le
respondí.
Él sonrió como
lo hacía mi padre cuando conversaba conmigo sobre algún amor estudiantil. Me
pareció extraña su actitud; complaciente o tal vez cómplice. Su consejo profesional
fue:
—Tómate unas
vacaciones. Ve con tu mujer. Y si se presta la ocasión háblale de sexo, como lo
has hecho conmigo. No tienes que decirle tu relación con Iralia. Coméntale que
lo soñaste, que lo pensaste o que recordaste tu época de joven cuando ella
todavía no estaba en tu vida. Son las mentiras piadosas o medias verdades que
ayudan a sobrellevar e incluso a mejorar el matrimonio.
Ese día llegué a
casa decidido a irme de vacaciones pero consciente de que mi esposa tenía
varios compromisos. Con el mejor de mis encantos le pedí que me acompañara a
descansar.
—Estaremos tres
días en Playa del Carmen —sugerí temeroso de que aceptara.
Sorprendida por
la invitación, con una mirada que nunca le había visto, ella respondió que no
me preocupara; que fuera solo ya que se me notaba tenso; que me haría mucho
bien meditar allá en las seductoras playas del Caribe. Le tomé la palabra y al
otro día me encontré con Iralia en aquel paraíso de enamorados donde, en
efecto, me puse a meditar sobre la vida y sus placeres.
Regresé a mi
hogar con la cola entre las piernas. Volvió el remordimiento aquel, el de las espinas
enterradas en las nalgas. Cuando estaba a o punto de acostarme entró Lucero.
Percibí el tufo sexo, a perfumes ajenos.
—Te compré esta
corbata, mi amor —dijo mostrándome su dentadura húmeda y seductora.
Me quedé mudo,
hecho un pendejo sin poder reclamar lo que intuía. Ella lo notó y con un
extraño rubor en las mejillas me dijo:
—Jorge: ¿por qué
no hablamos de nuestras aventuras juveniles, cuando tú y yo todavía no nos
conocíamos…?
Sonreí como lo
había hecho el psicoanalista. Callé mis reclamos que podrían ser los de ella. Y
me dormí con una frase perforando mi conciencia: “Desde cuándo Lucero me engaña”.
Desperté
convencido de que al volver a sentir la vida interior de Iralia, su candente
humedad y su agitada respiración, me ayudaría a encontrar la fuerza espiritual
que necesitaba para poder perdonar a mi esposa. Preferí no saber el nombre del
sancho. Y me vino a la memoria la sonrisita del terapeuta…
@replicaalex