Por Alejandro C. Manjarrez
Pronto veremos el resultado de la gira comercial, industrial y turística realizada por el gobernador a la tierra de Alexander von Humboldt. Quizá corresponda al titular de la Secretaría de Turismo, el licenciado Ángel Francisco Javier Trauwitz Echeguren, dar las buenas nuevas.
Mientras eso ocurre déjeme imaginar lo qué pudo haber dicho nuestro ínclito secretario.
Como estaba en Alemania tuvo que hablar de Humboldt, precisamente. Ponderar su paso por Puebla a donde llegó acompañado de su compañero y socio Amado Bonpland. Jugar con esa efeméride para destacar su impresión sobre los palacios que el científico encontró en la Angelópolis, los mismos que cautivaron a Poinsett, el primer espía gringo que vino a México con la misión de comprobar si era cierto lo escrito por Humboldt. Bueno, y como no queriendo la cosa, soltar la anécdota aquella que relaciona a la Güera Rodríguez con el barón, aventurilla que puso celoso a Bonpland.
Otro hecho que por romántico pudo haber comentado con la simpatía que le caracteriza, fue el milagro del Señor de las Maravillas. Así como Humboldt cayó en las redes del amor prohibido para Bonpland, hubo una dama que se enamoró de cierto operario en alguno de los talleres de la época. Cuando la entusiasmada mujer le llevaba dos tortas de tamal se encontró a su marido quien, por cierto, ya se las olía: “¡Qué llevas en esa canasta, mujer pérfida!”, le reclamó a sabiendas de que era un tentempié para el amor furtivo de la dama. Ésta, asustada y temerosa, se acordó del Señor de las Maravillas e ipso facto le pidió su ayuda y perdón por los pecados de la carne: sin siquiera pensarlo respondió al celoso consorte: “Llevo flores para el Señor de las Maravillas”. Obvio, don cornudo no le creyó y enardecido jaló con fuerza el paño que cubría la canasta. Y nada que se encuentra con una sorpresa tanto para él como para su cónyuge: un hermoso ramillete de flores amarillas. Desde entonces, reza la leyenda, este santo, el de las Maravillas, es visitado por muchas mujeres arrepentidas de su infidelidad.
Imagino, pues, a don Francisco Javier buscando la mirada de complacencia de su jefe, el gobernador, para, una vez captado el gesto de su venia, seguir amenizando aquellos breves encuentros con los duros y fríos teutones, devoradores de carne de cerdo y salchichas con chucrut. Y así, entre cena y comida, presumir que Puebla fue famosa por sus criaderos de puercos, cochinos, cerdos y marranos, sinónimos que Luis Cabrera usó en algún debate legislativo.
Pero volvamos a las historias de amor:
Intuyo que Ángel Francisco también habló de Gutierre de Cetina, el poeta español que en Puebla dejó su corazón y su vida. Tal vez hasta describió cómo en alguna de las calles de la ciudad capital, donde en la actualidad sólo truenan los chicharrones del poder Ejecutivo, Gutierre enfrentó a un sicario de charrasca enviado por el esposo de Leonor de Osma, la musa a la que el poeta dedicó uno de sus madrigales: “Ojos claros, serenos/ si de un dulce mirar sois alabados/ ¿Por qué si me miráis, miráis airados?…” Triste, culta, sentimental, cruel y sangrienta historia.
Otro de los anales igual dignos de contarse a los alemanes, quienes contra la costumbre de tratar con gobernantes producto de la cultura del esfuerzo del tercer mundo, ahora lo hicieron con un mandatario primermundista, es sin duda la del fantasma de Roberto Trauwitz, tío del súper secretario y heredero universal de las Bodegas del Molino:
Cuentan que uno de los trabajadores de aquel restaurante se topó con el alma en pena de don Roberto Trauwitz. Cuando el operario quiso perforar la pared del hotel a medio construir donde se colgaría un cuadro, un señor trajeado y de lentes lo paró en seco: ‘¡Alto, ahí no puede usted clavar nada!’, le espetó molesto y desapareció. Llegó el contratista y al ver que sus instrucciones se las habían pasado por el arco del triunfo, reclamó encabronado: ‘¡Qué pasó maestro, porque no está colgado el cuadro!’ El trabajador se justificó diciendo que un señor de traje y con lentes le había ordenado no tocar esa pared. Se armó la bronca y tuvo que intervenir el gerente de las Bodegas del Molino. Al ser informado de la descripción del misterioso hombre, el sorprendido gerente llevó al trabajador a la capilla donde se encuentra un altar con la foto de don Roberto. El albañil palideció y casi desmaya. ‘Es él –dijo con voz entre cortada– Él fue el que me dijo que no tocara la pared’”.
Si el buen Ángel hubiese podido concluir la reunión principal con su propia historia, seguramente le habría adicionado el chisme que envuelve la vida misteriosa de don Roberto quien, convertido en fantasma, deambula por el viejo casco, dicen que enojado porque su sobrino ha llenado de hoyos el inmueble donde, según éste, quedó enterrado el tesoro del tío.
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