Por Alejandro C. Manjarrez
Ahora que volvió a la palestra, les adelanto una de las historias de Manuel Bartlett, controvertido político mexicano. Este pasaje forma parte del contenido del libro Confidencias del poder próximo a publicarse, textos enriquecidos con el prólogo de René Avilés Fabila:
“Bartlett necesita aclarar a los poblanos el porqué la DEA lo involucra con el narcotráfico y con el asesinato de Quique Camarena”, escribí el 8 de diciembre de 1992. A la mañana siguiente se llevó a cabo la rueda de prensa en la cual el entonces gobernador electo rompió el silencio que él mismo se había impuesto para no meter ruido al gobierno que vivía su último suspiro; el de Mariano Piña Olaya.
Ese día Bartlett habló fuerte, seguro y enérgico. Se le notaba convencido de lo que decía. Fue cuando puso de moda el dicho “al que no le guste el calor que no se meta a la cocina”. Su rostro tranquilo, seguro y sonriente enmarcó cada una de las respuestas que articuló. Sólo una pregunta, la del reportero de Proceso, le obligó a usar el gesto duro que tenía preparado para responderla:
“¡Claro que tengo la calidad moral para gobernar a los poblanos!”, dijo enfático.
El hecho ocurrió días antes de que tomara posesión del cargo que Carlos y Raúl Salinas le concesionaron para alejarlo del centro neurálgico del poder político nacional. Su presencia parecía provocarles prurito, desazón, inseguridad e inquietudes de carácter personal. Los hermanos Salinas estaban ciertos de que el ex secretario de Gobernación conocía las entrañas del Estado, que su información confidencial era abundante y que había recopilado cientos de fichas sobre la vida secreta de los miembros del gabinete, incluidos ellos. “Si Manuel sigue cerca de nosotros —deben haberse dicho—, nos causará graves problemas; quiere ser presidente.”
off the record
Cuando concluyó la rueda de prensa fui tras la entrevista exclusiva puyado por lo que me había dicho casi en secreto mirándome a los ojos y blandiendo su dedo flamígero: “Afile la pluma para que escriba bien lo que voy a declarar”. “Ya está afilada, licenciado”, le respondí en el mismo tono pero sin el movimiento del índice. Entré a su oficina después de media hora de antesala. Lo flanqueaban Jaime Aguilar Álvarez y Jesús Hernández Torres, sus dos colaboradores de absoluta confianza. Tres bromas y otro tanto de preguntas me abrieron el camino para cuestionarlo:
—¿Por qué lo involucraron con el crimen de Camarena?
Otra vez su mirada penetrante y de nuevo su dedo flamígero.
—Mire usted. Lo que le voy a decir es off the record. Pero tome nota para que sepa las cuatrocientas razones de esa patraña…
Y empezó su relato:
El calor de la cocina
“Cuando llegué a la Secretaría de Gobernación, encontré que en la Dirección Federal de Seguridad habían cuatrocientos agentes inmersos en la corrupción. Nombré como jefe a un general, y éste también fue corrompido. Analicé el problema y la única solución que encontré fue desaparecerla. Pero para poder hacerlo sin sospechas ni protestas tuve que echar mano del jefe del archivo. ‘Hágase cargo de la liquidación de aquella oficina brutalmente corrompida’, le dije. Y lo instruí para que cesara a los agentes invitándolos a reingresar a la Secretaría mediando la solicitud que llenarían las secretarias. La única condición para su reingreso fue que aceptaran ser investigados y sometidos a exámenes psicológicos y médicos. Nadie, ninguno de ellos hizo la solicitud. Y así se acabó la Dirección Federal de Seguridad.”
Las caras de Jaime y Jesús mostraban la sorpresa que les provocó la confidencia de su jefe y paradigma. Puede ser que lo supieran, sí, pero como confidencia de un amigo e influyente secretario de Estado.
Bartlett, que parecía disfrutar con el asombro de sus dos alfiles, decidió rematar su revelación y dijo:
“A esos agentes corruptos, muchos de ellos socios de los narcos, debo la calumnia que se ha venido manejando desde hace varios años. Quisieron desprestigiarme, les pagaron para que lo hicieran. O les prometieron impunidad.”
Cuatro años después de aquellas revelaciones, Raúl Salinas de Gortari cayó en la cárcel. Su hermano, ya ex presidente, no pudo evitarlo. El prestigio de la otrora poderosa familia había caído al sótano de la política nacional: Carlos y Raúl eran sospechosos en una o varias de las líneas de investigación sobre los crímenes del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, Francisco Ruiz Massieu y Luis Donaldo Colosio Murrieta. La sociedad civil así lo supuso.
De haber querido, Bartlett habría revelado algunos de los secretos que guarda en su archivo personal. Sin embargo, prefirió callar porque ése no era el momento para desnudar al sistema político mexicano. Además deseaba ser candidato del PRI a la presidencia de la República, intención que le impidió sacar a la luz las historias de aquellos “muertos”, antecedentes que pudieron haber “matado” a los vivos; es decir, a quienes se habían pasado de listos.
Como dijo Bartlett en aquella entrevista off the record sólo durante su mandato: decidió aguantar, sin protestas, los calores de la cocina de la República hasta que ingresó al Senado. Ahí se mutó para, al fin inteligente y hábil, mostrarse como el más cáustico crítico del sistema político mexicano valiéndose, obvio, de su información privilegiada y de lo que aprendió en el útero gubernamental, espacio donde se formaron hombres como él y los hermanos Salinas de Gortari.
A su bagaje de información clasificada agregó otras historias y datos. Mario Marín Torres, por ejemplo, el poblano que durante seis años fungió como su eficaz operador político. Quizá por ello dijo antes de entregar el cargo de gobernador: “Voy a dejarles como presidente municipal a Mario Marín: los pirruris poblanos sabrán lo que es amar a Dios en tierra de indios”.
Y así ocurrió, en los dos sentidos.
Twitter: @replicaalex