San Ignacio de Loyola rodeado de jesuitas. José de Páez. Museo Soumaya
Por Alejandro C. Manjarrez
El Papa Francisco rompió los paradigmas del viejo esquema católico.
Con lo poco o mucho que ha hecho logró disminuir el efecto de programas como
aquel que nació en la reunión del Celam en Puebla, cuando el Vaticano diseñó la
Teología del Cautiverio con el interés de combatir a la Teología de la
Liberación. Me refiero a la época en que se trató de influenciar a las
estructuras de poder, metiendo la “santa chuchara” en las decisiones
gubernamentales, además de poner en acción mecanismos tendientes a restar
fuerza e influencia a personajes como Don Helder Cámara (el “obispo rojo”) y
Sergio Méndez Arceo.
Los viejos curas reaccionarios tuvieron éxito y echaron para atrás
acuerdos como el de Medellín (la opción por los pobres). Después, en la
Conferencia de Ejércitos Americanos (1987), se declaró la guerra a cualquier
modalidad católica que infiltrara “comunistas” en la religión; o sea sacerdotes
que —como hoy lo hace José Mario Bergoglio— se preocuparan por abatir la
pobreza y eliminar el boato religioso.
Era pues la continuación de la lucha que, curiosamente, en el
siglo XVII había emprendido contra los jesuitas nuestro admirado Juan de
Palafox y Mendoza. El mismo pleito que en el siglo XVIII llegara al culmen cuando
se suprimió a la Compañía de Jesús que entonces representaba el poder
económico, religioso, político, social e intelectual. Ya lo dije en este
espacio pero vale la pena recordarlo: Carlos III fue el autor de lo que
Fernando Benítez llama la tragedia cultural de México. Esto porque ninguna otra
orden religiosa pudo reemplazar a los jesuitas, ni como administradores ni como
educadores de Nueva España. Y lo peor: “el odio y la envidia en el seno del
clero llegaron a tal extremo que ningún obispo ni miembro alguno de la Iglesia
protestó contra la expulsión y ni siquiera la lamentaron. Más bien celebraron
en silencio la desaparición de su gran rival e intentaron aprovecharse de sus
despojos” (El peso de la noche,
Ediciones Era, 1996).
Pero eso es historia.
Ahora viene lo bueno y no por lo que diga el columnista sino debido
a las reacciones de la clerecía que (hasta antes de que Francisco llegara a
Roma) le hacía fuchi a los jesuitas.
Igual como lo acostumbraron los ministros “ilustrados” de Carlos III, asesores
que vieron en la Compañía una gran amenaza contra la Corona.
En fin.
Dejemos al viejo Vaticano con todo y sus aromas a dinero, y
ubiquémonos en la todavía levítica Puebla de los Ángeles.
El “Padre Nacho”
Desde hace más de dos décadas conozco a Ignacio González Molina,
el sacerdote jesuita que no tuvo pelos en la lengua para manifestar lo que hoy
dice el Papa Francisco. (Hablo en pasado porque la autocrítica hacia el boato y
la riqueza eclesiástica, será parte del nuevo discurso parroquial). Lo he
escuchado señalar los errores de sus pares, actitud que le ganó desde gestos
adustos hasta las malas vibras que poco a poco lo fueron marginando del ámbito
de poder representado por el jerarca católico en funciones de arzobispo.
Incluso, debido a esa franqueza manifestada en público y a veces desde el
púlpito, Nacho fue separado de la “cotizada” iglesia del Camino para marginarlo
y, oh paradoja, darle la oportunidad de anticiparse a la directriz de vicario
de Roma.
Menciono al Padre Nacho por ser él la víctima a la mano del proceder
de sacerdotes que —diría Ignacio Echarte, figura importante de la Compañía en
Roma— prefieren la vida contemplativa, el cantar en coro y estar aislados del
mundo, lo cual los ha llevado a rechazar la intemperie y el tránsito por los
caminos de barro. Y además lo tomo como ejemplo de lo que han tenido que
sortear los jesuitas, ahora en una posición muy interesante, por no decir de
privilegio. Como lo refirió Jesús Rodríguez (El País, 17 de octubre de 2007), este nuevo viraje eclesiástico llamará
a los “marines del Papa” siempre dispuestos a ser parte de la vanguardia para
seguir el credo jesuita: “A mayor gloria de Dios".
Y conste que no es cosa menor esta llamémosle nueva campaña de la
Compañía de Jesús. No. Como hace seis años lo escribió el mencionado Rodríguez,
“la Curia General de la Compañía de Jesús, en el número 4 del Borgo Santo
Spirito de Roma, es un enorme y frío palazzo en cuyo sombrío interior, el
sacerdote holandés Peter-Hans Kolvenbach, de 78 años, (dirigía) a 20.000
religiosos (sacerdotes y hermanos), 200 universidades, 700 colegios y miles de
obras sociales, culturales y religiosas en 127 países.”
En esas andaba el argentino Bergoglio, igual que el poblano
González Molina y varios miles más de jesuitas de otras latitudes. La simbólica
rueda de la fortuna que ojalá gire en beneficio de los jodidos, católicos o no.
@replicaalex