Por Alejandro C. Manjarrez
Ahora resulta que tenemos un Congreso local enfermizo, hosco y además tiranizado por “papá gobierno”. Un símil orgánico de la obra de Kafka. Un ente dispuesto a sufrir la metamorfosis más dolorosa y ofensiva que haya resistido alguno de los poderes de nuestro Estado laico. Esto porque varios de sus integrantes, los que manejan al bien nutrido rebaño, quieren recular al siglo XVII valiéndose del nombre de Juan de Palafox y Mendoza.
La semana pasada sorprendió que una de las fracciones parlamentarias propusiera inscribir con letras de oro en los muros del Congreso local el nombre del Beato. Lo peor es que otras se lo aplaudieron. Parecía una broma de mal gusto. Pero no, fue en serio.
Cual milagro mediático, las redes sociales atrajeron el tema para sin que hubiera un plan preconcebido realizar una especie de encuesta no favorable a los “conscriptos” de este raigón de la Patria. Se manifestaron diversos criterios, unos de chunga y otros de indignación ante la ignorancia casi supina (soy benévolo) de los diputados que se metamorfosearon.
La sorpresiva acción me obligó a releer la biografía del obispo de Puebla y virrey de la Nueva España. Quise encontrar algún mérito que pudiera haber confundido a quien hizo la propuesta referida. Algo digamos que cívico porque rompió con los cánones sagrados para impulsar lo que tres siglos después definió a la República. Nada. Me quedé sin elementos que justificaran la absurda propuesta. Pero por ventura volví a nutrir mi admiración por don Juan que, de vivir, sin duda habría enviado al poder Legislativo una senda carta (era su costumbre) con la cual intentaría impedir que se perpetrara ese gran absurdo que por el momento reposa en Comisiones.
Imaginemos, pues, algunas líneas dedicadas a los legisladores, mismas que él escribió al comandante jesuita en su célebre disputa epistolar, palabras con las cuales, creo, intentaría convencer al o los de la menuda idea para que se retractasen:
“Que cartas no han esparcido por el mundo contra mí? ¿Qué sátiras, que relaciones siniestras no han publicado, pintándome feo, vicioso, ambicioso y cruel, sólo porque defiendo el dote de mi esposa (la Iglesia) en los diezmos y mi báculo y mitra en la jurisdicción, y procuro la seguridad de conciencia en las almas de mi cargo, con la válida administración del santo sacramento de la penitencia, medio necesario para conseguir la eterna vida?”
“No. No es poder… al que no le contiene la razón; no es poder el que rompiendo los términos del derecho, asalta las leyes… ¡Ay del poder que no se contiene en lo razonable y justo! ¡Ay del poder que a fuerza de jurisdicción, quiere también ejercitarlo dentro de los sacramentos! ¡Ay del poder que no basta del poder del Rey… para humillar a ese poder. Este que parece poder, es ruina de sí mismo porque cuando parece que todo lo pisa y atropella, es pisado y atropellado de su misma miseria y poder. Es potencia impotentísima, cuya mayor fuerza es su propia perdición”.
Con estas palabras de su extensa respuesta, Palafox se defendió de las ofensas que le administrara el padre Andrés de Rada, Provincial de la Compañía de Jesús. Uno firmó el anatema contra el otro y el otro también excomulgó a su rival. La razón: el manejo discrecional que hicieron los jesuitas de los diezmos y el culto (cobro de indulgencias y oficios) que por decreto le correspondía controlar y autorizar a la Iglesia española.
Bueno, como el espacio no da mas que para concluir esta entrega, procedo a exhortar a los diputados de la actual Legislatura, a que lean y profundicen en la biografía de Juan de Palafox y Mendoza. Ello después, obvio, de estudiar a fondo las Constituciones de México y de Puebla. Si lo hicieran y continuasen en su peregrino empeño que ofende la memoria de Palafox y de nuestros ilustres civiles, muchos de los cuales fueron precursores del Estado laico, entonces que se dispongan a sufrir la metamorfosis que en este caso funcionaría como un acto de justicia, no la divina sino la del hombre: se convertirán en la vergüenza de la Puebla laica.
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